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Sobre el concepto de revolución

Publicado en Revista del Centro de Estudios Constitucionales

Por Luis Villoro


«Revolución» es un concepto moderno. Quizá se usa por primera vez en la Glorious Revolulion inglesa en 1688. Pero es la Revolución Francesa la que generaliza el término. Se bautiza «revolución» a sí misma para sellar con esc concepto un vuelco de la historia: ruptura, corte que niega una época e inicia una nueva. Desde entonces se convierte en un concepto clave para comprender la época moderna.


Pues bien, ese concepto clave ha sido puesto en crisis. Un concepto entra en crisis cuando nos percatamos de su imprecisión y no podemos delimitar con claridad su ámbito de referencia. Entonces pierde su poder explicativo. Lo grave es que la crisis del concepto de revolución no proviene de los filósofos, siempre dispuestos a revisar conceptos, sino de los historiadores. En distintas obras que tratan de diferentes procesos revolucionarios (el movimiento norteamericano de independencia, la revolución francesa, la rusa, la mexicana de 1910), sin que podamos señalar influencias directas entre ellas, se ha puesto en cuestión el valor teórico del concepto de revolución. La crisis de ese concepto acompaña a la decepción por el resultado de los movimientos revolucionarios. Tal parece que la realidad histórica no ha correspondido a los sueños de sus actores. Vista en la perspectiva de un período largo, la ruptura radical con el pasado habría sido quizá más ilusoria que real. La duda se refiere, sobre todo, al concepto de revolución que ha sido más fructífero, tanto en los análisis históricos como políticos, el derivado del pensamiento marxista.


La crisis del concepto de revolución nos enfrenta a un dilema. Un concepto impreciso invita a abandonarlo. Pero prescindir del concepto de revolución sería privarnos de una de las ideas necesarias para comprender nuestra época, y no tenemos otra para reemplazarla. Frente al abandono del concepto queda una alternativa: su reforma. Tendríamos que reformularlo de manera, en primer lugar, de precisarlo; en segundo, de aplicarlo sin violencia a los fenómenos que se desprenden de la crítica histórica. Las páginas que siguen son el resumen de una propuesta de reformulación del concepto.


I


Partamos del uso ordinario del término. «Revolución» se aplica a:


1. Movimientos colectivos amplios... (A los de grupos reducidos podemos llamarlos «asonadas», «golpes de estado», pero no «revoluciones».)


2. ... disruptivos del orden social y jurídico... (Si apoyan el orden establecido o intentan restaurarlo, no los denominamos «revoluciones».)


3. ... que intentan reemplazar el poder supremo existente por otro distinto. (Si sólo intentan cambios sobre la base de la aceptación del mismo poder supremo, se trata de «reformas», no de «revoluciones».)


«Revolución» se refiere, por lo tanto, a ciertos comportamientos colectivos intencionales, esto es, a acciones de grupos dirigidas a un fin relacionado con el poder político. Ahora bien, los comportamientos colectivos intencionales están condicionados por actitudes colectivas. Por «actitudes colectivas» entiendo disposiciones, comunes a los miembros de un grupo, favorables o desfavorables hacia la sociedad existente, que se expresan en creencias sobre la sociedad de acuerdo con preferencias y rechazos e impulsan comportamientos consistentes con ellas. Las actitudes implican la adhesión a ciertos valores y el rechazo de situaciones que no permiten realizarlos. Por otra parte, las referencias a valor están condicionadas por situaciones sociales específicas, pues solemos estar inclinados a preferir los valores que satisfacen nuestras necesidades. Las actitudes condicionan a su vez creencias sobre la sociedad, pues nos mueven a sostener las doctrinas que justifiquen la adhesión a los valores que nos importan. Esta relación es circular, pues sobre las actitudes y sus formas de expresarlas influyen, en sentido contrario, concepciones y creencias condicionadas por ellas. Las actitudes son también disposiciones a actuar en un sentido determinado. Así, los cambios en las actitudes colectivas pueden traducirse en cambios reales en la sociedad, introducidos por el comportamiento intencional1.


Pero actitudes y creencias referentes a la sociedad presuponen ciertas creencias básicas colectivas acerca de los criterios que podemos emplear para juzgar cuándo se da un orden social y justificar sus relaciones de poder. Los criterios que utiliza una cultura o una época para determinar qué es un orden social y para justificar el poder pueden no ser válidos en otra cultura o en otra época. Esas creencias básicas, presupuestas en las demás, forman parte de la manera implícita cómo el mundo, y la sociedad en él, se configura ante una cultura o una época. Por ello, es parte de lo que llamaremos una «figura del mundo». Este término, aún vago, intentará precisarse en el último parágrafo de este ensayo.


Pues bien, sería acaso imposible encontrar un denominador común en los comportamientos y en las ideologías de las distintas revoluciones modernas, pero tal vez no lo sea tanto descubrir en todas ellas actitudes análogas ante la sociedad existente y su estructura de poder, sobre el fondo de una «figura del mundo» semejante. Mi intento será comprender las revoluciones a partir de esos dos conceptos.


II


Desde el remoto pasado, las sublevaciones populares son motivadas por un sentimiento de privación, reacción común contra la miseria, la opresión o la violencia extremas. En el caso de la dominación extranjera, se añade la sensación de enajenación y de pérdida de la identidad propia. Se trata de una privación que se atribuye a la relación de poder en la sociedad. No es natural, está causada por los otros. De allí que la sensación de privación condicione una actitud de rechazo global del orden social que permite esa relación de poder. Negación del orden social presente, en lo que tiene de poder opresor; rechazo de un pasado heredado, vindicación del sufrimiento acumulado por los antepasados. La actitud de negación tiene su anverso: la proyección positiva hacia lo otro de ese orden social. A la relación de poder existente, causante de la privación, se opone su contrario: la ausencia de poder opresivo, o bien el poder compartido. Ese orden otro existe sólo en la imaginación. Producto del deseo, es afirmado por la pasión, es objeto de fe y de esperanza. La proyección del deseo colectivo otorga a la acción disruptiva un sentido. La actitud de negación del orden heredado y de afirmación del orden otro supone la acción colectiva capaz de renovar la sociedad. La actitud de negación del pasado-afirmación de un futuro implica la decisión de renovación en el presente. «Las revoluciones —decía con sabiduría José María Luis Mora, el liberal mexicano— dependen de un movimiento general de las naciones... los hombres llegan a cansarse de ser lo que son, el orden actual les incomoda bajo todos aspectos... todos quieren mudar de situación.» No ser lo que se es, ser olio, «mudar de situación».


Esta actitud la encontramos en todas las grandes sublevaciones populares, bajo expresiones distintas. Está a la base de muchos movimientos anteriores a la época moderna, que nos resistiríamos a llamar «revoluciones», para darles más bien el nombre de «rebeliones populares», «movimientos milenaristas» o «quiliásticos», «utopías concretas». ¿En qué se distinguirían de esos movimientos las revoluciones modernas? ¿Qué rasgos tendríamos que añadir a una sublevación popular, que rechaza globalmente la sociedad existente por intentar renovarla, para considerarla una «revolución»? Podríamos resumirlo en una palabra: razón. La revolución es una racionalización de la actitud colectiva de renovación de la sociedad. La introducción de la razón hace que los rasgos de la actitud revolucionaria adquieran un carácter específico que los distingue de los «milenarismos» antiguos.


La racionalización presenta varios aspectos. Por lo pronto, expondremos en este artículo los dos primeros. Tratar de los otros requeriría de mucho mayor espacio.


III


Racionalización del fundamento de legitimidad del poder


Todo orden social descansa en un consenso que permite el ejercicio legítimo de la autoridad en todos los niveles. Es una creencia básica compartida sobre: 1. El fundamento de la autoridad legítima. 2. Los criterios aceptables para justificar ese fundamento. La revolución implica un cambio en esa creencia.


No toda negación del orden establecido puede considerarse como una revolución. Una revolución no se reduce a la reforma de tal o cual institución o a un cambio de gobierno. Cualquier movimiento de reforma intenta introducir cambios sobre la aceptación de una base colectiva de legitimidad que no se pone en cuestión; una revolución pone en cuestión esa base. Es una negación del fundamento de legitimidad aceptado comúnmente hasta entonces. La oposición, aun violenta, contra la autoridad constituida puede ser muy amplia, pero es desobediencia o resistencia civil cuando se rechaza tal o cual medida o tal o cual pretensión de gobierno, sobre el consenso de un fundamento de legitimidad aceptado. Puede incluso alegar a su favor esc fundamento de legitimidad, que se considera violado. La desobediencia civil no niega la instancia última de autoridad, la invoca. La revolución, en cambio, rompe el consenso sobre el fundamento de legitimidad del poder. Pero va aún más lejos: para hacerlo, tiene que rechazar los criterios que justifican el fundamento de legitimidad y proponer otros. En todas las revoluciones modernas puede señalarse un comportamiento político que expresa con claridad esa ruptura.


Las revoluciones no suelen empezar con el propósito consciente de poner en cuestión el orden jurídico constituido. Su primer momento suele ser un acto de desobediencia civil frente a la autoridad: negativa a pagar impuestos, desobediencia a un decreto del monarca, rechazo de un nuevo gobierno, por ejemplo. En ese momento no se recusa aún el fundamento de legitimidad del poder; por el contrario, se le invoca para justificar la desobediencia. El movimiento conduce así, en una primera etapa, al retorno a las bases históricas primordiales en que se fundaría el poder constituido. Incita así a una búsqueda del origen del orden establecido. Las revoluciones inglesas del siglo xvn se justifican, en una primera etapa, en los derechos tradicionales del Parlamento, que no anulan los del monarca y se remontan a la «Carta Magna», el pacto originario. Las colonias de la Nueva Inglaterra, al negarse a pagar impuestos si carecen de representación, invocan a su favor la propia Constitución inglesa y los principios de la Revolución Gloriosa, que consideran traicionados por el gobierno de la Corona. En la América hispana, las revoluciones de independencia pasan por un largo período de reencuentro con los orígenes del estado de derecho español.


La negativa de obediencia a los gobiernos metropolitanos se hace a nombre de Fernando VII, entonces preso de los franceses, y remonta para justificarse a los orígenes de las naciones hispánicas: por una parte, las Leyes de Partida de Alfonso el Sabio; por la otra, los «pactos» que se suponen realizados entre los conquistadores y la Corona. El pensamiento más ambicioso (el de Fray Servando Teresa de Mier) restituye una «Constitución americana» originaria, a la cual podrían referirse los criollos. La primera reunión de la Asamblea francesa, en 1789, es convocada por el rey y pretende ser la continuación de los tradicionales «Estados generales». La revolución rusa apela primero a la «Duma», aceptada anteriormente por el monarca. Hasta ese momento no podemos hablar aún de «revolución», sino de un movimiento de reforma sobre la base de un fundamento de poder aceptado por consenso.


Pero algunos movimientos de desobediencia civil dan un salto: de la impugnación sobre la base de un fundamento aceptado a la impugnación del fundamento mismo. En ese momento se convierten en revolución. Por un acto colectivo de decisión se rompe el consenso. No se obedece al orden jurídico, sino a una voluntad colectiva que engendra un orden. Ese acto tiene un anverso y un reverso: por un lado, es la negación del orden jurídico que antes se invocaba; por el otro, el establecimiento de un nuevo origen como fundamento del orden jurídico.


En todas las revoluciones hay un acto específico que simboliza ese salto: la negativa del «Parlamento Largo» a disolverse, en 1641, recusando la autoridad del rey sobre él; la instauración de los Congresos Continentales en Nueva Inglaterra enfrentados al Parlamento inglés; la decisión del Tercer Estado de constituirse en Asamblea única constituyente, en ruptura con la tradición de los «Estados Generales» franceses; los congresos criollos encargados de constituir las nuevas naciones, en Nueva España y Mueva Granada; el reconocimiento del Congreso de los Soviets como poder supremo, etc. En muchos casos, el nuevo fundamento de poder (Parlamento, Asamblea, Congreso, etc.) subsiste por un tiempo, más o menos largo, con el poder antiguo (monarca, gobierno colonial, «gobierno provisional», etc.), el orden jurídico tradicional subsiste aún bajo un orden nuevo por nacer. Es la situación de «poder dual» señalada por L. P. Edwards y por C. Brinton, signo del enfrentamiento de dos fundamentos de legitimidad incompatibles2 . Otro acto simboliza el fin de esa situación y el corte tajante con el antiguo poder: ejecución del rey y proclamación de la república, declaración de independencia de la nación, derrocamiento del «gobierno provisional» y paso de «todo el poder para los soviets», etc.


Esa ruptura consiste en un doble proceso de racionalización. Veamos.


Siempre se pretendió que el fin del estado es el «bien común». El orden jurídico debe estar dirigido a ese fin. Pero la sociedad está dividida por intereses particulares divergentes. ¿Cómo determinar lo procedente al bien común? Es necesaria una voz que nos lo diga. En el universo, es la voz de Dios; en la sociedad, debe haber un sujeto que decida en último término. El Príncipe asume la decisión sobre el bien común. Quien decide en último término es el soberano. Según la vieja definición de Bodino, es «el poder supremo sobre los ciudadanos y subditos, no sujeto a las leyes (legibus solutas)». El Príncipe está ligado por obligaciones adquiridas históricamente. Pero, en estado de urgencia o en situaciones no consideradas por el orden jurídico, tiene la facultad de decidir. A esta situación conviene la fórmula de Cari Schmitt: «Soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción»3 . Decide cuándo hay ese estado y cómo resolverlo.


El orden jurídico establecido señala las condiciones que debe cumplir un sujeto para ser soberano, pero no puede dictar las decisiones de ese sujeto en ejercicio de la soberanía. Por eso puede decirse que el soberano no está sujeto al orden jurídico. Dicho orden supone una decisión. «Auctoritas, ¡ton veritas, fácil legem»: en esa fórmula de Hobbes puede resumirse la situación. En consecuencia, el fundamento de legitimidad del poder cumple con ciertas notas características:


1. El orden jurídico y la decisión última sobre el bien común descansan en el arbitrio. El fundamento es arbitrario.

2. La decisión última sobre el estado de excepción corresponde a una persona. El fundamento es personal.

3. Los sujetos obligados por esa decisión son diferentes al sujeto decididor. El fundamento es heterónomo respecto de esos sujetos.


Estas notas forman parte de la manera de figurarse la sociedad y las relaciones de poder en ella, aceptada generalmente. El cambio en el fundamento de legitimidad del poder implica, pues, un cambio en esa manera de considerar las relaciones de poder. Supone un cambio en los criterios para aceptar que un poder sea legítimo y, por lo tanto, en las notas que debe cumplir el fundamento de legitimidad. Ese criterio se racionaliza.


Una función de la razón, en una de sus acepciones, es eliminar el azar en la decisión. A la arbitrariedad opone la regla; al capricho, la necesidad. El poder se justifica si no es arbitrario; el fundamento de legitimidad corresponde a un orden necesario. El bien común no puede estar determinado por un sujeto privilegiado, que se supone por encima de los intereses particulares; corresponde a un orden despersonalizado. Los sujetos no pueden estar obligados por una decisión en la que no han participado. El fundamento de legitimidad del poder cumple ahora con notas contrarias a las que tenía antes: no es arbitrario, corresponde a un orden necesario; es despersonalizado; es autónomo respecto a los sujetos obligados. Esas notas son los criterios que permiten reconocer al soberano. Forman parte de una nueva manera de considerar las relaciones de poder.


La nueva creencia básica sobre el fundamento de legitimidad del poder puede expresarse en doctrinas diversas que corresponden a modelos racionales distintos. Pero en todas esas doctrinas, los criterios admisibles para justificar un poder legítimo son semejantes.


El primer modelo racional utilizado fue el del derecho natural. ¿Cuál era su función? Al orden legal existente, fincado en la tradición y pendiente de la decisión última del soberano, podía oponerse otro. Este era un orden objetivo, válido para todo sujeto racional. ¿Qué mejor garantía de su objetividad que fundarlo en la realidad natural? Lo otro del orden existente es el orden inscrito en las leyes de la naturaleza. La gran hazaña del pensamiento político de los siglos xvn y xvm fue mostrar que la sociedad otra, objeto del deseo colectivo, es la sociedad ordenada por la razón. Hay un criterio objetivo para determinar cuál es el orden conforme al bien común, éste es independiente del orden jurídico positivo y superior a él; nos autoriza, pues, a juzgar el derecho positivo y, eventualmente, a condenarlo. Desde ese momento nos podemos colocar, por así decirlo, «fuera» de) orden constituido. Ya no estamos sujetos a él, porque podemos apelar, no a la decisión última de un soberano, sino a un orden válido para todos, otro que el orden de poder existente. La introducción de la oposición entre un derecho natural, válido universalmente, y un derecho positivo, relativo a un contexto histórico de poder, suministra la primera base teórica para justificar la ruptura revolucionaria. Durante los siglos xvn y xvm la doctrina del derecho natural alimenta las primeras revoluciones modernas.


Lo importante para nuestro razonamiento no es la doctrina del derecho natural, sino el criterio de legitimidad que supone. El poder no se justifica por el lugar que ocupa el sujeto en la sociedad, ni por la tradición heredada, sino por su conformidad a un orden impersonal al que debe obedecer todo arbitrio personal. La determinación del bien común y la justificación del poder legítimo no dependen de ninguna decisión personal, sino de un orden objetivo. «Auctoritas fácil legem», decía Hobbes; Locke dirá: «Law gives autorily». Desde ese momento puede justificarse la subversión de la autoridad no sujeta a la ley impersonal.


Que éste sea el punto importante puede verse en el hecho de que subsiste a la base de otras doctrinas racionalizadoras distintas. El orden racional impersonal puede interpretarse, en otros modelos teóricos, no como natural, sino como moral. Es el orden normativo dictado por la razón práctica, universalmente válida. En este otro modelo (el kantiano y rusoniano) al orden jurídico positivo puede oponerse el orden de la razón práctica.


La racionalización del fundamento de legitimidad del poder establece ciertos criterios para reconocer al soberano:


1. El orden jurídico no se justifica en decisión arbitraria, sino en un orden normativo universalmente válido. Luego ninguna decisión arbitraria puede reconocerse como soberana, sino sólo el orden normativo.

2. El soberano se despersonaliza. Se tiene que crear entonces la ficción de una «voluntad general» que no se identifica con ninguna voluntad personal. La voluntad general se rige siempre por el bien común. No puede equivocarse. Su sujeto es un ente impersonal: el «pueblo». Abarcaría la comunidad de todos los sujetos racionales. El soberano no puede reconocerse en ningún sujeto particular.

3. Los sujetos sometidos al orden jurídico no lo están a ninguna decisión ajena, sino sólo a una «voluntad general» no identificable con ninguna voluntad personal. La soberanía no puede establecer un orden normativo heterónomo.


Las revoluciones socialistas utilizan un modelo racional diferente. Pero para ellas la sociedad futura elegida corresponde también a un orden racional, aunque en un sentido distinto: es producto de la razón que orienta el devenir de la historia y asegura las condiciones reales para que el hombre pueda realizarse plenamente. En la sociedad por venir se eliminará la irracionalidad de la explotación capitalista y aun la de la secular división del trabajo. Signo de que se trata de un orden social exigido por la razón es su validez universal. En efecto, cumple el interés del proletariado, peto éste coincide con el interés universal, pues su emancipación implicará la emancipación de todo hombre. Al igual que en los modelos racionalizadores anteriores, la sociedad racional es lo otro de la sociedad negada existente, la sociedad deseada coincide con la postulada por la razón. A las oposiciones ley positivaley natural, o bien orden empírico-orden moral, se sustituye ahora la de sociedad actual-sociedad futura. El orden racional no se sitúa en la naturaleza, ni en el ámbito de la razón práctica, sino en el futuro de la historia universal.


Se podría mostrar que este tercer modelo de racionalización cumple una función semejante a los anteriores. En efecto, aquí ya no hay la noción de una «voluntad general», sino la contraposición de los intereses de clase. Pero la voluntad de los explotados corresponde al interés general, porque ella persigue, sin equivocación, la emancipación universal. Racional es plegarse a esa voluntad de clase. Tampoco aquí la determinación del bien común descansa en arbitrio personal, está inscrita en la marcha de la historia hacia la emancipación final. Y sólo el proletariado conoce y asume ese camino. Por ello las decisiones últimas sobre el orden jurídico no competen a ninguna persona o grupo de personas, sino a la voluntad real de las clases explotadas que debe obedecer a su interés «objetivo».


Las revoluciones pueden acudir aún a otros modelos racionales, distintos a los mencionados, pero siempre sobre la base de esa creencia sobre el carácter racional del fundamento de legitimidad del poder. Desde ese momento, la sociedad futura objeto del deseo se dibuja de acuerdo con aquella creencia básica.


IV


Racionalización de la estructura social Una vez que cambian los criterios conforme a los cuales puede justificarse un orden de poder legítimo, toda la imagen de la estructura social, en cuanto relación de poderes, se transforma. La traza que presenta la sociedad tiene que ajustarse a los nuevos criterios de racionalidad. La sociedad se configura de distinto modo a los ojos de sus miembros. En efecto, el cambio en los criterios para establecer el fundamento de legitimidad, exige un reacomodo de la figura con que se presentan las relaciones de poder que constituyen la sociedad entera.


Vimos cómo una función de la razón era la sustitución de la decisión arbitraria por la sujeción a la regla. Esa racionalidad práctica tiene su paralelo en una racionalidad en la manera como las cosas son. La labor de la razón, en cualquier dominio, consiste en la introducción de un orden y una armonía en el caos. Dota de forma a lo informe. Tiene que reducir la diversidad a estructuras simples, para comprender y dominar el caos aparente, tanto en la naturaleza como en la sociedad. La razón establece homogeneidad en la diversidad real, discontinuidad en la continuidad, regulación en el azar.


Ahora bien, las sociedades históricas son el producto de circunstancias aleatorias, imprevisibles, y están compuestas por elementos disímbolos. Se podrán comprender racionalmente en la medida en que podamos reducirlas a elementos simples, a estructuras que los relacionen y a regularidades en su desarrollo, que formen parte de un modelo coherente. El revolucionario interpreta la sociedad conforme a un modelo racional. En todo momento la realidad social a que se refiere es la cernida por las categorías de su modelo interpretativo. A la sociedad existente, con su tremenda irracionalidad, sustituye una sociedad pensada que sólo parcialmente le corresponde.


La sociedad negada por las revoluciones tiene la marca de la diversidad. El puesto de cada individuo está determinado por su nacimiento y su situación en el orden social. Los individuos constituyen la sociedad mediante un entramado complejo de distintas ligas «naturales»: familia, clan, etnia, región, estamento social; o laborales: gremio, asociación, cuerpo, servidumbre, congregación. Según su pertenencia a grupos distintos, los individuos están sujetos a derechos y obligaciones diferentes, correspondientes a la función de cada grupo en la sociedad. Estos derechos y obligaciones múltiples remiten a fuentes de legitimidad variadas, tejidas por la historia. Su origen se remonta a un pasado indefinido. Los derechos y privilegios de cada lugar, asociación o rango son heterogéneos, no pueden reducirse a un patrón común. Los diferentes miembros de la nobleza gozan de privilegios propios a cada casa, otorgados en el pasado por algún hecho notable o algún servicio destacado, las diferentes casas y linajes están a menudo ligados entre sí por relaciones múltiples de dependencia. Los derechos de la Iglesia son resultado de innumerables negociaciones que recorren siglos. Cada abadía, cada monasterio, cada parroquia defiende los suyos. Las regiones tienen sus relaciones propias con la Corona, con los príncipes, clérigos y nobles locales. Las ciudades enarbolan sus fueros particulares, arrancados en largas luchas. Los gremios, las cofradías, las universidades, todos luchan por obtener y mantener regulaciones particulares que los distingan de los demás y los protejan. La sociedad está constituida así por una compleja red de relaciones cruzadas, irreductibles a patrones comunes, disímbolas, que se han ido tejiendo lentamente en la historia, varían con ésta y no pueden señalar una fuente de legitimidad única. Los poderes de la sociedad son igualmente múltiples, se reparten en los puntos de la red social, siguiendo la diversidad de relaciones establecidas. En la cima de la estructura de poder se encuentra, sin duda, el soberano, es la instancia última de decisión. Pero, por absoluto que sea, reconoce, en la práctica del poder, la trama compleja de derechos particulares, distintos en cada grupo, avala su fuente de legitimidad histórica. En realidad, él mismo se reconoce obligado por relaciones establecidas con los distintos grupos sociales, que limitan su acción. A él caben sólo las decisiones últimas sobre la marcha de una sociedad heterogénea ya estructurada.


En otros casos, el de los pueblos colonizados, la sociedad negada por los revolucionarios es producto de un hecho histórico pasado: la imposición forzada de una dominación externa. También aquí, la sociedad negada consiste en la trama de derechos y obligaciones derivados de ese acontecimiento histórico, con el agravante de que el colonizado no puede identificarse plenamente con esa herencia. En unos y otros casos, las relaciones de poder se justifican en una historia pasada qué detenta su fuente de legitimidad. La sociedad se presenta como un hecho ya constituido, basada en una realidad impuesta por la tradición secular o la fuerza de la dominación.


Pues bien, la revolución introduce una manera opuesta de considerar lo que es un orden social. A los poderes múltiples, opone un poder único, uniforini/.ador; a la diversidad de derechos y obligaciones, una sociedad homogénea. Para comprender la realidad social disímbola, las revoluciones modernas han utilizado, al menos, dos modelos racionales distintos. En ambos, la heterogeneidad es reducida a una forma homogénea. Según el primer modelo, la sociedad es considerada como un cuerpo unitario que se levanta sobre una base única de legitimidad. La revolución opone a los distintos poderes históricos la imagen de una estructura de poder erigida sobre una base de sustentación. Si el poder deja de ser múltiple, la red de sujeciones se vuelve homogénea. Se niega entonces la diversidad de privilegios y obligaciones especiales tejida por la historia. Se rechaza así la heterogeneidad existente para verla al través de un cedazo uniformizador. A la abigarrada sociedad histórica, que se extiende al modo de un enramado, se sustituye una sociedad racional erigida al modo de una pirámide geométrica. Esta sociedad es lo otro de la sociedad negada, es un orden pensado. No nos ha sido heredada, espera ser construida.


A la base en que descansa todo poder se le llama «pueblo». Pero ese pueblo pensado no se identifica con el pueblo real que constituye la trama misma de la sociedad. El pueblo real está integrado por innumerables grupos, estamentos, organizaciones, asociaciones, clases productivas, etnias, culturas, distintos entre sí. El pueblo pensado, en cambio, está formado por la suma de individuos iguales en derechos, que han establecido un contrato de asociación o de sujeción. El pueblo real se ha ido formando lentamente, al través de la historia; su fuente de identidad descansa en una memoria colectiva; el pueblo pensado se imagina constituido a partir del estado de naturaleza, por un acto de asociación libre.


El segundo modelo racionalizador, cuya extensión más completa es la marxista, parte de una crítica del carácter abstracto de aquel primer modelo. Observa que el verdadero sujeto social no es ese individuo pensado, considerado como igual a cualquier otro e intercambiable por cualquiera, sino una persona social determinada por su situación en el sistema y por sus relaciones específicas con su entorno natural y humano. Sin embargo, termina reemplazando aquel modelo por otro, más cercano a la realidad, sin duda, pero también general y abstracto. El pueblo pensado está constituido ahora por clases sociales identificables por su posición en las relaciones de producción, movidas cada una por un interés colectivo propio y en continuo conflicto entre ellas. Pero tampoco ese «pueblo» corresponde al real. Las clases no son sujetos unitarios, están formadas por múltiples grupos disímbolos, con intereses particulares diferentes; la posición en el proceso de producción no es lo único que puede identificar a esos grupos, sino otros muchos tipos de relaciones, geográficas, sociales, culturales. El marxismo suministró categorías para comprender la complejidad de los grupos sociales disímbolos que integran la sociedad real. Por eso tuvo tan poco que decir sobre los campesinos o sobre las «clases medias» y fue poco sensible a la importancia, en los movimientos sociales, de las etnias, las culturas tradicionales, las nacionalidades.


Los modelos racionalizadores deben homogeneizar los sujetos políticos, de modo que pueda reconocerse, entre la multiplicidad de voluntades, dónde está la que busca el bien común. En electo, ante la contraposición de intereses particulares que componen la sociedad real, no podemos ya atenernos a una decisión última que sea arbitraria (dios, monarca o caudillo), sino a la voz que exprese un orden racional impersonal. Es menester entonces que esa voz sea única. Luego, es menester derivar una voluntad homogénea a partir de los intereses divergentes. ¿Cómo lograrlo? Según el primer modelo, mediante un sujeto ficticio, el «pueblo», cuya voluntad se expresaría en el consenso entre las voluntades particulares o en su expresión mayoritaria. Según el segundo modelo, mediante la identificación de la voluntad general con la de otro sujeto ficticio: la clase explotada. En ambos casos se logra reemplazar la diversidad de voluntades por una voluntad homogénea.


El revolucionario ve la sociedad con las categorías racionales que le presta su modelo. Trata entonces de adecuar a ella la sociedad real. En la mente del revolucionario, la sociedad existente, constituida por un conjunto de grupos disímbolos, unidos por lazos tradicionales, por lealtades personales o familiares, por vínculos culturales, cada uno con sus propias relaciones jerárquicas, se sustituye por una sociedad pensada, homogénea, formada por individuos iguales relacionados por convenios, o bien por clases socmles opuestas. En todos los casos, el revolucionario introduce en la sociedad real —diversa, heterogénea, irracional— un modelo racionalizador unitario.


Ahora bien, el modelo no es del todo irreal. Si lo fuera, la revolución sería una ilusión en la mente de los revolucionarios. El modelo corresponde a rasgos de la realidad, abstraídos de los demás, por los que la sociedad puede, efectivamente, interpretarse y regularse; es un esquema de la realidad que no la capta en toda su complejidad, porque establece cortes discontinuos en la discontinuidad y notas homogéneas en la heterogeneidad. Pero sólo así la sociedad puede comprenderse racionalmente y, por lo tanto, ser construida conforme a nuestros fines. Una revolución moderna introduce en la sociedad una tensión entre la diversidad de la sociedad real y su esquema racionalizador. La transformación que provoca no es, por supuesto, la identificación de la sociedad con su modelo racionalizador, sino la imposibilidad de considerar la sociedad, de ahora en adelante, separada de ese modelo. La tensión entre el modelo revolucionario y la sociedad real trata de resolverse, e impulsa un movimiento permanente en que la sociedad existente se aproxima o se aleja de su esquema racionalizador.


V


Recapitulemos. Las sublevaciones de los oprimidos suponen una actitud colectiva de rechazo de la sociedad existente y de anhelo por una sociedad otra. Las revoluciones modernas son la racionalización de ese anhelo. De allí su complejidad. Quizá puede ésta aclararse si la vemos a la luz de la tensión permanente entre la pasión y la razón. Porque debajo de la aplicación de los modelos racionales permanece la pasión por la regeneración colectiva. Es ella la que da sentido a la acción histórica, al dirigirla a una meta que se percibe como eminentemente valiosa. Es el deseo el que cubre de una aureola toda la empresa. Pero la meta deseada es ahora también la realización del orden racional. Sobre la elección apasionada, la razón impone su armadura, para hacerla eficaz a veces; otras, para ahogarla.


La racionalización de la sociedad se refiere también a los medios adecuados pata alcanzar la meta elegida. Pero tratar de este tema nos obligaría a rebasar los límites de un artículo. Contentémonos con señalar que la revolución se desembaraza de una sociedad que evoluciona ciegamente sin cobrar conciencia de su marcha, al modo de un organismo vegetal, para construir otra según un plan racional, al modo de una obra de arte, o aun de un artefacto. Edmund Burke no se equivocaba cuando veía en la revolución la ruptura de la evolución natural de la sociedad por una voluntad artificial. Pero ese acto, que para Burke era la disgregación de la vida social, para los revolucionarios es el que convierte la historia en una empresa racional dotada de sentido.


La racionalización de la sociedad no es posible sin un cambio en la manera como se presentan y justifican las relaciones de poder. Esta forma parte de lo que podríamos llamar la «figura» que reviste el mundo ante una cultura y una época. Ahora podemos intentar precisar lo que entendemos por ella.


Las creencias colectivas de una época o de una cultura presuponen ciertas creencias básicas que no se ponen en cuestión; son presupuestos de la verdad o falsedad de las demás. Pueden formularse en enunciados ontológicos acerca del género de entes que podemos admitir en la constitución del universo y en enunciados valorativos o preceptivos acerca de cuáles son los valores supremos que debemos perseguir. Pero tanto los enunciados sobre hechos como los enunciados sobre valores tienen que acompañarse de principios supuestos en todos los demás, que formulan los criterios para tener algo por razón válida para justificar una creencia. Un cambio en esos principios lleva consigo un cambio en todas las creencias básicas y, por ende, en la imagen con que el mundo se presenta. La mejor manera de precisar una figura del mundo sería, pues, señalar esos principios.


En la figura moderna del mundo podríamos encontrar ciertos principios sobre los criterios admisibles en la justificación del poder legítimo. Estos tienen su análogo en principios que delimitan las razones admisibles para justificar enunciados sobre la naturaleza. Entre varios otros, podemos destacar los siguientes:


1. Todo poder legítimo debe fundarse en un orden impersonal. No es arbitrario. La voluntad arbitraria no justifica la ley. (Paralelo en el ámbito de la naturaleza: todo proceso natural se explica por leyes objetivas. No es razón explicativa el arbitrio de «almas» o de otros entes no empíricos.)


2. La ley tiene validez universal. Lo que obliga a un sujeto obliga a todos. No hay sujeto de excepción. (Paralelo en el ámbito de la naturaleza: las leyes naturales son universales. Lo que rige en una parte del universo rige en el todo. No hay «milagros».)


3. La heterogeneidad del poder puede reducirse a homogeneidad. La multiplicidad de voluntades se justifica en la medida en que se adecúe a una voluntad única. (Paralelo en el ámbito de la naturaleza: la multiplicidad de fenómenos puede explicarse a partir de elementos y relaciones simples; lo heterogéneo, a partir de lo homogéneo.)


Estos principios no son los únicos. Al lado de otros, determinan el ámbito en que puede desplegarse una imagen del mundo social y del mundo natural. Los modelos para dar razón del mundo pueden ser muchos, pero todos ellos comparten, como presupuesto, esas creencias básicas y, por ende, esa figura del mundo.


Las revoluciones no producen el cambio en la figura del mundo. Este se anuncia en Europa desde el Renacimiento y reemplaza lentamente la imagen medieval del universo. Las revoluciones pueden, sin embargo, comprenderse como el intento de realizar la vieja pasión por la renovación de la sociedad dentro de una nueva, moderna, figura del mundo.


• Este artículo es un resumen de dos de las conferencias que impartí, bajo el mismo título, en abril de 1991, en el Centro de Estudios Constitucionales de Madrid. Forma parte de un trabajo en elaboración, más extenso. Revista del Centro Je Estudios Constitucionales 27 7 Niun. 1 1. Encro-ubril 1992

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