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LA ESPIRAL DE LA VIDA

Por Angel Sulub Publicado en Camino al Andar

22 de agosto de 2021.

Foto: Francisco Lion


En 1992 pisé por primera vez la tierra insumisa: Slumil K’ajxemk’op. Le llamábamos entonces Europa.


Por ese tiempo se celebraba la Exposición Universal de Sevilla, que conmemoró lo que fue nombrado el “Encuentro de dos mundos, el V centenario del descubrimiento de América”.


Fui uno de los 70 niños y niñas de México premiados por desempeño académico para asistir a la Expo Sevilla 92’ y visitar la Isla de la Cartuja, lugar en el que vivió y fue enterrado Cristóbal Colón, y entre otras actividades, conocer las réplicas de las 3 carabelas que 500 años antes habrían descubierto América.


Estaba en la presidencia de México Carlos Salinas de Gortari y en la Secretaría de Educación Pública, Ernesto Zedillo Ponce de León.


La Niña, la Pinta y la Santa María, eran los nombres de las embarcaciones que -como era de esperarse- conocíamos de memoria los niños y las niñas de excelencia académica, así como las fechas, los acontecimientos y el significado del encuentro de dos culturas que en la escuela se habían ocupado de explicarnos extensamente.


Yo, un niño de 11 años de edad, estudiante del turno vespertino de una escuela primaria pública enclavada en la región central del Estado de Quintana Roo, me formaba como un niño mestizo mexicano.


Despertaba sintiéndome mexicano, con un profundo respeto y amor por el himno, el escudo y la bandera nacional, pero desconociendo la historia de autonomía, de libertad, de resistencia y de lucha por el territorio que mis propios abuelos dieron en contra de los despojos del Gobierno de México, en contra de la entrada de las escuelas mexicanas a los territorios rebeldes mayas.


Me sentía mexicano, y así lo reafirmaba todos los viernes en el homenaje a la bandera. Prometía ser fiel a los principios de libertad y de justicia y entregarle toda mi existencia a la Patria. Me sentía mexicano, pero no me sentía maya.


En Sevilla, percibí la curiosidad que despertábamos una niña campechana y yo. No era sólo nuestro color de piel, sino lo áspero de nuestros cabellos, la forma de nuestros rostros y sobre todo la lengua ancestral que entendíamos. Observé las diferencias que había entre los niños de Sonora y el norte de México y mi aspecto físico. Algo no me habían contado en la escuela. México era diverso.


El viaje despertó en mí muchas preguntas y provocó un proceso transformador al interior de mi identidad, del conocimiento de mi historia familiar, y del territorio que habitaba.


Comprendí, como niño maya, los procesos de colonización, de despojos, de saqueos, de intentos de aniquilación de los pueblos mayas por parte del poder hegemónico: la corona española y posteriormente el gobierno mexicano.


Me reconocí como parte de un pueblo vivo y aprendí a amar lo que somos, con toda la riqueza de saberes de las que son guardianas nuestras abuelas. Nuestros pueblos son sabios.


Valoré y abracé mi lengua materna, la misma que era motivo de desprecio y discriminación.


Pude entender que si estamos vivos y no sólo adornando los museos y los parques temáticos es porque resistimos y luchamos como pueblo.


Hoy, 500 años después de lo que muchos llaman La Conquista, los pueblos originarios decimos que “No nos conquistaron”.


Vivimos porque aún hacemos ofrendas, pedimos la lluvia, sembramos maíz, hablamos las lenguas mayas. Existimos porque resistimos.


Nuestros abuelos y abuelas lucharon por la libertad, por las autonomías de los pueblos, por el derecho de existir. Hoy toca a nosotros, a nosotras honrar esa memoria y mantener la llama de la libertad, de la esperanza. Hoy toca encontrarnos con los pueblos del mundo, con aquellos que amamos y defendemos la vida, con quienes tenemos la certeza de que este sistema capitalista, patriarcal y colonial está acabando con la humanidad y que es necesario destruirlo y construir sobre sus escombros los nuevos mundos que habrán de habitar nuestras hijas.


Marijose del Escuadrón Marítimo Zapatista 421 renombró la tierra que hoy recibe las luces zapatistas. La tierra donde inicia la Travesía por la Vida y en la que una delegación del Congreso Nacional Indígena (CNI) es invitada a participar. Y el niño maya -hoy integrante del CNI- regresa a esas lejanas tierras acompañando a esta delegación. Es la espiral de la vida.


Esta vez el viaje es de un hombre sabedor del legado ancestral que lleva en la piel y con todo el amor por la vida y la inspiración que despiertan cada una de las iniciativas de los compas y las compas zapatistas.


Esta vez no es un niño despojado de su identidad y su memoria histórica sino un hombre con la rabia y los dolores convertidos en esperanza. Rabia y dolor por los pueblos que viven la explotación, los engaños, los desprecios y la muerte que trae el sistema capitalista a nuestros territorios. La muerte que viene en trenes, en empresas mineras, en industrias, en un sistema desarrollista que destruye todo lo que toca. La muerte que viene de un sistema político que opera bajo los intereses del gran capital.


Hoy construimos colectivamente con los compañeros y compañeras del Congreso Nacional Indígena y mantenemos la esperanza y la ilusión de tejer solidariamente con los pueblos de la Tierra Insumisa.


El dolor que nos une la destrucción de nuestros pueblos y el compromiso de luchar para defender la vida y la dignidad, nos convoca a mirarnos, a escucharnos, a dialogar, a agradecer, a reconocernos y a sonreír.


La declaración por la vida es el grito de un mundo agonizante, pero que conserva la fuerza del corazón y el espíritu de los pueblos que no nos dejaremos vencer.


Esta travesía por la vida; por el mar y por el aire; por la señal del wifi y por la mente, por la tierra y por los sueños; por los anhelos y por las intenciones; es un viaje transformador para todas aquellas personas que lo abracen y lo lleven en el corazón.

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