Publicado en Camino al Andar
10 de marzo de 2022
Por Mujeres ucranianas resistiendo a la guerra.
Queridas amigas mexicanas de la Colectiva Llegó la Hora de los Pueblos[1]:
Han sido muchas las personas que, amablemente, me han contactado para expresar su preocupación por mí, así como sus condolencias y oraciones por nuestros conciudadanos del mundo en Ucrania. Nos une nuestra preocupación por su seguridad y su libertad. Me gustaría contarte sobre algunas de mis amigas, quienes me permitieron compartir su historia.
Mi querida amiga Sonya y su hijo Volodya, quien tiene alrededor de treinta años, viven en Lviv, aproximadamente setenta kilómetros al este de la frontera con Polonia. El 25 de febrero, Volodya pasó largas horas en una fila de quince kilómetros formada por las personas que se dirigían a esta frontera, acompañando a una joven que necesitaba cruzar a pie para reunirse con sus familiares en Polonia. Cuando Volodya regresó a casa, aún no se había decretado el llamamiento que convoca a las armas todos los hombres de dieciocho a sesenta años y les impide salir del país. No era necesario ambos estaban convencidos de que permanecerán en Ucrania. Sonya habla ruso, ucraniano e inglés. Afirma que, al igual que muchos otros ucranianos, proviene de “ambos linajes”. Es profesora de universidad y trabaja con exmilitares para ayudarlos a reintegrarse a la sociedad civil. Como la mayoría de sus compatriotas, realizó todo tipo de trabajos durante el periodo posterior a la independencia, para sobrevivir y para contribuir al desarrollo de la sociedad civil en Ucrania. Es una persona divertida y cálida, que ama a sus perros.
Mariana, una ucraniana étnica que vive sola en una de las grandes ciudades del país, tiene poco más de veinte años, estudia un posgrado y trabaja con niños. Si bien me dijo que se sentía absolutamente sobrecogida por la situación actual, quiere hacer todo lo que pueda para mantener a su país libre y democrático. Se le ha solicitado que continué su labor docente durante la guerra para ayudar a los niños, aunque su familia preferiría que regresara a su aldea, pues creen que ahí estará más segura que en la ciudad. Sus hermanos, que son gemelos, cumplieron dieciocho años la semana pasada. Aunque teme por ellos, su joven alma, poética y apacible, permanece infranqueable.
Liliya encabeza el departamento de trabajo social de una gran universidad que también se especializa en mediación de conflictos y consolidación de la paz. Inició sus estudios de doctorado en esta área tras una carrera previa en medicina, al darse cuenta de que su amado país requería conocimiento y enseñanza de servicios humanos: después de la caída de la Unión Soviética y la declaración de independencia de Ucrania, había que construir una sociedad civil. Liliya casi no duerme. Enseña, investiga, asesora e intenta lidiar con un mundo en conflicto a través del yoga, la meditación y aproximaciones holísticas a la salud. Intenta respirar mientras pondera las mejores acciones posibles.
Éstas son tan sólo algunas de las mujeres cercanas a mí que son residentes y ciudadanas de Ucrania, un país con una historia de ocupación por parte de diversos regímenes a lo largo de los siglos. El episodio más reciente ocurrió en 2014, cuando un grupo de insurgentes apoyados por Rusia tomó la región oriental de Dombás. Parte de esta región es actualmente conocida como la República Popular de Lugansk. Crimea también fue anexada. Pese a los numerosos acuerdos y ceses al fuego, los enfrentamientos armados continuaron en el este de Ucrania, aunque, hasta hace un par de meses, se limitaban a la región de Dombás.
El movimiento ucraniano por los derechos de la mujer ha estado activo por muchos años; no obstante, a diferencia de movimientos análogos en Estados Unidos, su principal objetivo es la igualdad y dignidad para todos. Esta guerra involucra a todos los ucranianos, y vista a través de la lente del género, algunas líneas divisorias son evidentes. Las familias están siendo separadas. Los hombres se quedan a pelear, mientras que millones de mujeres y niños atraviesan las fronteras a Polonia, Letonia, Rumanía y Moldavia en busca de su seguridad. Voluntarios —hombres y mujeres, con y sin entrenamiento previo— han tomado las armas para enfrentarse al ejército de Putin en áreas en las que no hay otra opción, como Kiev, Mariúpol y Jersón: deben luchar o ser sometidos (o incluso morir). En lugares como Lviv, mujeres y hombres trabajan juntos para conseguir comida, ropa y albergue para los refugiados, o medios de transporte hacia el oeste del país para los millones de personas desplazadas que desean quedarse en Ucrania. Mis amigos están colaborando con su universidad para abrir un “Edificio Número 1” que funja como albergue para refugiados. Los estudiantes se están movilizando para cuidar y entretener a los niños. Mujeres y hombres jóvenes se reúnen a preparar cocteles Molotov —“smoothies” de Lviv— y enviarlos al este del país, o guardarlos en caso de que sean necesarios para la defensa de Lviv. También construyen “erizos”, dispositivos de metal que arrojan en las carreteras con la esperanza de detener los tanques. Las personas se ayudan unas a otras. Ayudan, también, a quienes sólo son visitantes. Al mismo tiempo, continúan realizando sus trabajos habituales: en las universidades, las clases siguen; las tiendas aún venden ropa y comida. Las llamadas telefónicas suelen ser interrumpidas por sirenas antiaéreas, cuyo sonido se ha vuelto sumamente familia. Mariana me cuenta que anoche durmió ininterrumpidamente pese a que las sirenas se activaron dos veces.
Les comparto estas historias para que recuerden la dimensión humana de esta guerra y sus efectos en la vida de nuestras hermanas ukranianas.
Maureen Flaherty
[1] Traducida por Luis Muñoz
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