Publicado en Contexto y Acción
3 de agosto de 2022
Por Liliana David
Frente a una democracia representativa liberal, el filósofo planteó una democracia comunitaria que uniera la sabiduría de nuestros pueblos originarios, no solo de México, sino del resto de América Latina
Fue en el año de 1996 cuando un miembro del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), el comandante David –conocido así, solo por su nombre de pila–, presentó ante los medios de comunicación y el resto del mundo al reconocido intelectual Luis Villoro como uno de los hombres que fungiría en calidad de asesor del encuentro Diálogo por la Paz, convocado aquel año por el Gobierno federal de México y el grupo de indígenas liderados por el subcomandante Marcos. Este acontecimiento quedaría en la memoria colectiva como una prueba del compromiso que el filósofo de origen español sostuvo con los pueblos originarios, pero sobre todo pasó a la historia como la demostración de la auténtica amistad que Luis Villoro forjó con el pueblo indígena zapatista de Chiapas.
Este 2022 se cumple el centenario de nacimiento de Luis Villoro Toranzo (Barcelona, 3 de noviembre de 1922), un hombre que, tras salir a muy corta edad de España, creció en una hacienda mexicana. Sin duda, fue una etapa significativa, ya que aquel infante sería marcado por el generoso gesto de un indígena, un hombre viejo que besó su pequeña mano: “Esto le pareció algo desproporcionado, pero dejó en él una huella imborrable, un interrogante, un enigma, el milagro o la gracia de aquello que le pareció totalmente inmerecido, pero que se volvió muy significativo”. Así lo expresa en entrevista Mario Teodoro Ramírez, filósofo mexicano y profesor emérito de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (UMSNH), con quien platico a propósito del centenario natal de aquel reconocido pensador para ahondar en su vida personal, así como en las preocupaciones que Luis Villoro mostró tempranamente por los pueblos originarios de América, particularmente, por los de México: “Él abogó por la defensa, no digamos de una cultura nacional, sino que sostenía que era necesario pensar en México como un país con una multiplicidad de culturas, y que era fundamental que se reconociera así, bajo ese mosaico de la pluralidad. Eso es parte de lo expone en su libro, publicado en 1998, Estado plural, pluralidad de culturas”.
Teodoro Ramírez me cuenta que Luis Villoro fue sorprendido por la guerrilla zapatista en los años noventa, al igual que muchos otros mexicanos, ya que tras la otra guerrilla rural de los setenta, nadie se esperaba una nueva rebelión, y menos aún indígena, en la última década del siglo XX. Sin embargo, Villoro fue entendiendo paulatinamente –me dice Ramírez– el significado de aquel movimiento, primero simpatizando con él, pero más tarde involucrándose como activista y participando en los eventos del EZLN. De hecho, un año después de la muerte del intelectual, es decir, en 2015, fue publicada una edición bajo el sello del Fondo de Cultura Económica (FCE), en la cual se compiló la correspondencia que Villoro mantuvo con el subcomandante Marcos, es decir, el intercambio epistolar entre ambos personajes.
Entre el filósofo y el líder del EZLN existió una cercanía y una reciprocidad de ideas que fomentaron bajo la complicidad y el debate entre los años 2011 y 2012, abordando puntos claves que aluden siempre a lo ético y político. Los diálogos que sostuvo con el subcomandante Marcos –construidos, además, a la manera de los platónicos– abren una gran ventana para adentrarse en aquel mundo indígena que tanto interés despertó en Villoro, y por el cual este autor ya había escrito en 1950 su libro Los grandes momentos del indigenismo en México.
Es revelador también lo que traslucen las palabras de Luis Hernández Navarro, quien escribe el prólogo del libro La alternativa. Perspectivas y posibilidades de cambio, recordando la viva imagen del intelectual Villoro durante los días y las noches que transcurrieron en las jornadas que enmarcaron el Diálogo por la paz en Chiapas: “Esa noche de 1996, mientras el fresco de La Realidad (nombre de una comunidad indígena) caía a sus espaldas, Luis Villoro trató de conciliar el sueño en un improvisado lecho de cartón que sus compañeros le acondicionaron en el suelo de la escuela zapatista en la que pernoctaban. Se cubrió del frío con el saco gris con el que invariablemente se vestía y renunció a quitarse los zapatos tenis que regularmente calzaba. Luis Villoro tenía entonces 74 años de edad y era ya uno de los más reconocidos filósofos. A pesar de ello, no pidió para sí ningún trato especial en aquel rincón de la selva chiapaneca. Durmió, se aseó y comió exactamente como lo hicieron el resto de sus compañeros. No hubo de su parte queja alguna. Por el contrario, mientras esperaba el momento de encontrarse con la jefatura rebelde, confesó sentirse privilegiado de estar allí”.
Habían transcurrido casi 50 años entre el día en que Villoro publicó su libro Los grandes momentos del indigenismo en México y esa noche a la que se refiere el escritor y periodista Luis Hernández Navarro. Precisamente, aquellos días en Chiapas se despertó cierta ilusión para conseguir que los pueblos indígenas del país recibieran por primera vez justicia y dignidad, a través de un nuevo pacto nacional. El propio Luis Villoro se había pronunciado públicamente en aquel momento, manifestando que la negociación que se estaba llevando a cabo con el Ejecutivo mexicano era en nombre de todos los pueblos indígenas, pues la propuesta del EZLN al Gobierno federal recogía las demandas de todos ellos con la finalidad de contribuir, desde el movimiento zapatista, a construir una verdadera democracia y lograr un reconocimiento de los derechos indígenas y de su autonomía, así como del carácter pluricultural y diferenciado de la nación mexicana.
Luis Villoro planteó que la alternativa frente a una democracia representativa liberal era una democracia comunitaria que uniera la sabiduría de nuestros pueblos originarios
Como el filósofo constató, los zapatistas no buscaban ayuda asistencial del gobierno mexicano para resolver los problemas que las comunidades indígenas padecían desde hacía tantos siglos, sino que pretendían lograr una reforma radical del Estado, que por fin hiciera justicia a quienes habían sido marginados durante todo ese tiempo. Por ello, Luis Villoro planteó que la alternativa frente a una democracia representativa liberal (como la de Estados Unidos) era una democracia comunitaria que uniera la sabiduría de nuestros pueblos originarios, no solo de México, sino del resto de América Latina. Esa democracia comunitaria, a la que alude en varios de sus escritos, reivindica los valores indígenas, las cosmovisiones antiguas, que no se basan en valores individualistas y egoístas, los cuales están provocando los grandes males que la humanidad sufre en la actualidad. La democracia anhelada entonces por Villoro tiene como punto de partida un vínculo real con los valores comunitarios, aquellos que han unido principalmente las luchas de los zapatistas con las de los p´urhépechas y con cada una de las reivindicaciones de los pueblos originarios que, por desgracia, han sido estigmatizados al presentarlos como atrasados. No obstante, Luis Villoro siempre tuvo la firme convicción de que se trataba de comunidades más adelantadas y con valores distintos, necesarios para un proyecto político diferente.
Al comprender de fondo el problema de la constitución pluricultural, Villoro empezó a reflexionar sobre la identidad y los problemas del indigenismo. Esa primera etapa de su pensamiento y obra está dirigida a los problemas éticos. En ella intenta buscar alternativas para salir de la miseria, la opresión y la dominación que las comunidades padecen. La falta de reconocimiento por parte del Estado de los derechos y autonomía indígenas es un problema fundamental que provocó la oposición de los zapatistas. En esa rebeldía constructiva –como pensaba el mismo Villoro–, convergen las propuestas de los indígenas mexicanos, que buscan el reconocimiento frente a un Estado criollo y mestizo. “Entender a los indígenas del país no solo supuso convivir en la cercanía con ellos, sino que también se convirtió en su ideal ético para buscar la justicia de los pueblos originarios, tan marginados. Buscaba que se reconocieran los derechos de esos pobladores y dueños originales de las tierras de México, un país en el que vivían, y aún viven, como una especie de extranjeros, sufriendo la marginación, la pobreza y la discriminación”, sostiene el filósofo Teodoro Ramírez. Este profesor mexicano, estudioso de la obra de Luis Villoro, quien fue su querido maestro, –como José Gaos lo había sido del propio Villoro–, me dice que están preparando desde México una serie de publicaciones colectivas para brindar un homenaje al hombre que vivió sus últimos días defendiendo la multiculturalidad, no desde una posición ideológica o nacionalista –conceptos que tanto criticó, por cierto–, sino, simple y llanamente, desde una visión más ética y filosófica, es decir, radicalmente humana.
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