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Migrar al Caribe. ¿Qué representa el Tren Maya para las personas trabajadoras?

Publicado en Zona Docs

19 de julio de 2024

Por Texto: Kau Sirenio y Heberth Escalante

Fotos: Lorenzo Hernández

La Rivera Maya se convirtió en un Norte para millones de familias que buscan un lugar donde ganarse la vida. Desde Acapulco, otrora paraíso del Pacífico, llegaron cocineros y comerciantes con el ánimo de llevarse una rebanada de este banquete turístico. Para los peninsulares que reciben el impacto de esta migración, más trabajo explotado quizá no es tan atractiva

I. Solo queremos trabajar


CANCÚN.- Osmar Morales llegó a Cancún con el sabor guerrerense. No pudo traer más, porque la noche que salió hacia el Caribe, le habían cerrado la última taquería de barbacoa que tenía en la colonia La Laja de Acapulco. La violencia en Guerrero le dio otro giro a su vida, aún antes de que el Huracán Otis devastara el mítico puerto. Pero Omar conserva intacto el sabor acapulqueño. “Es el sabor de la abuela”, dice.


No es el único que despacha comida guerrerense en el Caribe. Otras hacen lo mismo, pero en cadenas hoteleras en donde se emplean en la cocina mediterránea desde hace 20 años.


El restaurante “Con Sabor a Guerrero” recibe a los comensales con una variedad de sabores de las distintas regiones de Guerrero: el relleno de cuche de Costa Grande; el chilate de Ayutla de los Libres; el pozole de Chilpancingo; los panes de Chilapa; el aporreado de Tierra Caliente y -no podía faltar- el refresco Yoli de Acapulco (que en realidad es ahora de la Coca-Cola).


En los últimos años, el Caribe se alimenta de la mano de obra especializada de personas que vienen de Tabasco, Veracruz, Yucatán, Ciudad de México y Guerrero. También de personas que vienen de Centroamérica, sobre todo de Guatemala, Honduras y El Salvador.

Con el apogeo de turismo en la Riviera Maya, en las últimas décadas empezaron las construcciones de cadenas de hoteles y centros comerciales que pronto se convirtieron en campos laborales para los albañiles.


Los guerrerenses llegaron a Cancún antes de la caída de Acapulco por los efectos de Otis. Los artesanos fueron los primeros que pisaron la playa turquesa; les siguieron los chefs y después los transportistas. Luego llegaron los prestadores de servicios y profesionales de la salud.

Albañiles, cocineros, dibujantes…


La Quinta Avenida es el pulmón de Playa del Carmen. Aquí, todo es turismo internacional. Cajeros que expiden dólares mientras que los turistas convierten la calle en río humano; de ahí sigue la venta de artesanías de todo tipo, desde collares de Xalitla, municipio de Tepecoacuilco, Guerrero, hasta pulseras de la Ciudad de México.


En la Décima Avenida, los ruidos estruendosos de los antros y bares atraen a hombres y mujeres para tomarse un trago y bailar en la noche. En esta zona es noche de fiesta, las miradas extrañas están puestas sobre los meseros que se mueven ágilmente entre el bullicio con charola en mano.


A partir de la 30 Avenida, el ajetreo y los ruidos estridentes se apagan, los transeúntes son los trabajadores de la construcción que salen, como hormigas, por la mañana hacia la obra donde pegan tabiques o apalean las mezclas de cementos y arena. Ahí, entre las pequeñas rendijas se asoma Miguel, un veterano de la cuchara y responsable de obra.

—May, ¿hay trabajo para mí? -interrumpo al maestro.


—Sí —contesta—. Los espero mañana con copias de acta de nacimiento, CURP, INE, hoja del seguro social, comprobante de domicilio y constancia de situación fiscal.


Al día siguiente me presento al trabajo con mi colega Alexis. Miguel revisa la documentación, pero Alexis no tiene firma electrónica ni comprobante de domicilio. Así que no podemos trabajar. En los siguientes tres días recorreremos Playa del Carmen en una infructuosa búsqueda de trabajo.


“Aquí hay trabajo, pero las constructoras piden requisitos difíciles de reunir. No sé con qué fin lo hacen, si es para asustar a la gente para que no trabajen o es para que contraten a bajo salarios a los que no sepan leer y escribir”, me dice Javier, un artesano de Yucatán.

En la esquina de la 25 Avenida Norte y Calle 8, el olor que suelta la olla de barbacoa despierta el hambre entre los que aquí caminan.


—¿De dónde es la barbacoa? —quiero saber.

—Es de Comitán, Chiapas— dice Gabriel, un muchacho menudito de unos 25 años de edad—. Es de la familia, tenemos años vendiendo barbacoa en Comitán, mi abuelo fue el primero que lo trajo a Quintana Roo, luego le siguió mi papá. Como él se fue al pueblo, ahora me toca vender cena.


Entre la venta de artesanías, el caricaturista, Ernesto León suelta su lápiz sobre una cartulina, levanta la cabeza, mira con detalle al modelo que tiene en frente y vuelve a trazar otra línea, después los une y empieza a fulminar el papel con el carboncillo.


Mientras remarca cada línea que une las orejas y la nariz del modelo, Ernesto habla de su trabajo:

—Importa lo que vives, lo que haces, cómo lo haces, o sea la acción. Aquí tengo cinco años dibujando a turistas internacionales. Cuando platico con ellos me dan ganas de mudarme a otro rincón del mundo, podría ser Canadá o Europa del Este. Francia no me gusta.

—¿Eres de playa del Carmen?— pregunto.

—No. Soy de Villahermosa, Tabasco, allá dibujaba y estudiaba derecho en la universidad. Luego me dediqué a asesorar a campesinos y comerciantes.

Para que Ernesto Léon pueda dibujar a sus clientes, tiene que pagar 650 pesos por usar el espacio. Entre la plática, toma su tabla de dibujo, la deja en la silla, se pone de pie y empieza a estirar los brazos y a zangolotearse. Lanza una carcajada:

—En Cancún me corrieron de la playa, por eso mejor me retiré, es mejor esperar. Aquí tengo mi espacio, gracias a que domino un poco de inglés, pero quiero mejorarlo, así como hacer una investigación sobre feminicidio, origen, causas y cómo erradicarlo, porque en esta zona turística se cometen feminicidios.

Nostalgia de Acapulco


Osmar Morales no se anda entre las ramas. A pesar de que la violencia criminal de Guerrero lo obligó a salir de ahí hace 14 años, él sigue con su humor acapulqueño. “Aquí ésta el trabajo y el dinero. Claro, me dejaron en la nada, pero acá seguimos con sabor guerrerense para los paisanos que trabajan en Cancún. Allá tenía mis taquerías, pero, la delincuencia cerró de una por una, era cuando se puso feo en el puerto de Acapulco”.


La historia que comparte el cocinero se teje entre la nostalgia de los mejores años de Acapulco, de cuando bajaba a la Costera Miguel Alemán a caminar o zambullirse al mar para refrescarse un poco antes de retomar la venta de los tacos. Por la tarde, picar cebollas y cilantro, preparar la salsa verde o roja para acompañar los tacos de barbacoa y ofrecer un consomé caliente.


Así era la vida de los colonos en Acapulco, hasta el 27 de enero de 2006, el día que en la colonia La Garita, al oriente de la ciudad, un tiroteo de 40 minutos dio inicio a lo que formalmente se conoce como la guerra de carteles de la droga que sumió al puerto en una interminable violencia. Después de ahí nada fue igual, los negocios empezaron a cerrar cuando hombres civiles armados les cobraban derecho de piso, si no pagaban, al día siguiente, restaurantes, tortillerías o bares eran incendiadas; los dueños emigraban a otros estados del país.


Los taqueros se fueron de Acapulco con sus canastas llena de experiencias, sabores y olores para iniciar una nueva vida en las ciudades que les dieran la posibilidad de mostrar lo que sabían hacer:


“Decidí venir con mi esposa a Cancún para empezar de cero. Aquí no veía nada nuevo, no tenía intención de vender barbacoa. Cuando llegamos trabajé de cocinero en un hotel y mi esposa trabajó por su cuenta, mi hija aún no nacía”, relata el acapulqueño.


“Aquí no venden barbacoa, tampoco hay chilate. Así que empecé a recorrer las calles, visité cocinas económicas en cada colonia. Con mi esposa probamos de todo, pero nada comparado con sabor a Acapulco, no había refresco Yoli, ni cemita, ni tamales. Como me dedico a la gastronomía acapulqueña, le dije a mi esposa que nos aventuráramos a vender barbacoa, así que empezamos con un puesto en la banqueta” dice sonriente.


Antes de salir de Acapulco, la familia Morales Salgado se había quedado sin taquería en el mercado de La Laja. Los 38 años que el papá de Osmar Morales le dedicó a abrir taquerías en las colonias La Sabana, la Zapata, la Vacacional, la Garita, FOVISSSTE, desaparecieron de la noche a la mañana por el temor de sufrir un ataque criminal.


Lo que surgió en una banqueta, ahora es un restaurante a donde llegan los comensales a degustar los guisos que prepara Patricia Salgado, esposa de Osmar Morales.


“Los lunes tenemos puerco en salsa verde estilo Costa Chica; los martes hay mole rojo estilo Montaña Alta; los miércoles tenemos aporreados de Tierra Caliente; los jueves hay pozole, blanco, verde y rojo”, cuenta Patricia, quien retoma parte de la plática que dejó pendiente su esposo.


Los acapulqueños empezaron a recuperar su economía, llegaron a la Rivera Maya sin dinero para la renta de vivienda, porque salieron como pudieron, pero conforme se instalaron y empezaron a trabajar volvieron a hacer lo que les gusta.

“Los paisanos de Acapulco llegaron a empezar de cero, los que vienen a trabajar, otros, a abrir un negocio, hasta Cancún es más tranquilo que Acapulco. Hasta ahora estamos bien, mi esposa está bien, mi hija está bien y pues yo aquí me quedo ¡qué más quisiera regresarme a Acapulco!, pero ya no se puede, las ventas bajaron. No es como antes, el tiempo paso”, comparte Osmar.

El restaurante “Con sabor a Guerrero” tuvo su crisis. Apenas tenía dos meses que fue inaugurado cuando llegó la pandemia, el gobierno municipal buscó cerrar el local, pero la familia Morales Salgado imploraron a salubridad para que los dejaran vender para llevar.

“Mis ventas subieron gracias a los servicios a domicilio”, celebra Patricia Salgado.


“No quebramos porque mi esposa propuso que saliéramos a vender a domicilio, ¿a quién no le gusta la barbacoa?”, recuerda Osmar. Luego retoma su pasado en Acapulco:

“Mira, aquí los acapulqueños están contentos. Estos cabrones se han regenerado, conozco a muchos que trabajaban en Acapulco como urbaneros, no por hablar mal de ellos, aquí trabajan en los mismo, pero bien galanes, tienen dinero asegurado a la semana y pues… pueden pagar una buena comida para su familia, porque les dan hasta seguro. Allá en Acapulco, qué les daban, nada, sólo a la música, al desmadre, al cotorreo, los tránsitos les quitaba una mochada en cada vuelta. Allá no había futuro para ellos, aunque trabajan de urbaneros y taxistas, pero viven mejor”.

Encuentros inesperados


Velia Luz Montoya llegó a Cancún en las vacaciones que le regaló su papá, cuando terminó el bachillerato en la Universidad La Salle en 2002. De ese viaje, ya no regresó a Acapulco. Prefirió ayudar en el consultorio médico que montó su padre.


“Mi papá es médico. Tenía un consultorio por la colonia Zapata de Acapulco, la paga de la consulta era bastante baja. La cuñada de mi papá se vino a trabajar en un hotel en Cancún, luego mi papá decidió venir a vivir. Me invitaron a vacacionar, me gustó el lugar y me quedé”, cuenta Velia.


Ella trabajó un tiempo con su papá, después se empleó en un cine, mientras estudiaba la licenciatura en Informática que cambió por la de gastronomía en la Universidad del Caribe. Así entró a la hotelería.


“Trabajé como 10 o 11 años como ayudante de cocina. Todos iniciamos así. Cuando hubo posibilidad apliqué para subche y llegué a ser chef en la cadena restaurantes de los hoteles. En la cocina trabajan chef A y B, luego el servicio de meseros, capitanes, cocineros. A los acapulqueños nos gusta trabajar en servir a la gente”, dice.


Rodolfo César Olascuaga esposo de Velia, también nació Guerrero, pero en el municipio de Huitzuco. Llegó a Cancún cuando era adolescente, porque su papá era militar. Con 18 años de residencia en la Rivera Maya, se graduó de ingeniero en sistemas computacionales en la Universidad del Caribe, donde conoció a Velia. Ahora trabaja en una empresa italiana.


Así es la vida de los migrantes mexicanos que se van a todas partes o vienen de todos lados, la movilidad no se detiene. En los últimos años los acapulqueños se refugiaron en otros restaurantes, en otros hoteles, en otra playa.


“Con el crecimiento de la ciudad de Cancún, empezaron a llegar personas a trabajar. Cada vez llegan más a vivir aquí, crece la inmigración. Aquí hay gente de Tabasco, Chiapas, y Ciudad de México, los defeños vienen a invertir pero se quedan a vivir aquí”, dice la acapulqueña.


II. Una nueva explotación


VALLALODID, YUCATÁN.- Año 2022. Desde el angosto puente que comunica a la comunidad maya de Sisbichén se pueden observar los cientos de cascos azules y chalecos naranjas de los obreros que laboran extensas jornadas para levantar la infraestructura del «Tren Maya», una de las obras de infrastructura emblemáticas del gobierno de Andrés Manuel López Obrador. Están a contrarreloj, a temperaturas que rebasan los 40 grados.


No se detienen en ningún momento, ni las maquinarias pesadas que van nivelando el camino, ni los albañiles que colocan los bloques de cemento en lo más alto de las estructuras. Trabajan a marchas forzadas en el megaproyecto emblema del Gobierno federal que supuestamente trae desarrollo y bienestar en el sureste del país, una región olvidada por las autoridades durante décadas.


Tienen el encargo de ampliar la autopista 180D que conecta a Yucatán con Quintana Roo para que por ahí pueda transitar el tren. Para lograrlo, la empresa constructora, Ingenieros Civiles Asociados (ICA), los obliga a trabajar más de 12 horas y en muchas ocasiones no descansan ningún día a la semana, ya que las “horas extras” son obligatorias.

Víctor Manuel Tzuc Chande 23 años de edad, es originario de esa comisaría de Chemax, municipio del oriente de Yucatán en el que 18 mil 642 personas viven en pobreza. Trabajó como ayudante en el frente 1 del Tramo 4 del Tren Maya, obra que está a cargo de ICA. El trazo abarca 257 kilómetros aproximadamente, de Izamal (Yucatán) a Cancún (Quintana Roo). Pero sólo aguantó tres meses de 2022, pues no soportó la explotación laboral.

“Es un trabajo muy pesado, de sol a sol, con sólo una hora de descanso para comer. Entrábamos a las 7 de la mañana y salíamos en la tarde, pero si no llegas puntual, te descuentan el pago del día”, recuerda. 

Su trabajo prácticamente consistía en “amontonar” las piedras que las maquinarias sacaban del camino para que los volquetes se las pudieran llevar. Todo el tiempo tenía que estar corriendo detrás de las motoconformadoras para constatar que durante su paso no afecten los puntos de referencia de los topógrafos.


Víctor Manuel jura que todos los obreros se quejaban de que el trabajo es muy cansado y a los ingenieros, es decir, los jefes que están al frente de la construcción, no les importa el sol ni la lluvia; los apresuran todo el tiempo. Siguen al pie de la letra la exigencia del presidente López Obrador de que llueve, truene o relampaguee, el Tren Maya se tiene que inaugurar a finales del 2023 (como finalmente se hizo).


Aunque su sueldo era de mil 800 pesos a la semana, no siempre llegaba completo, ya que les descontaban 300 por impuntualidad. Además, las horas extras estaban a 50 pesos y eran obligatorias, sin embargo, pocas veces se las pagaban a tiempo.

“Nos dijeron que íbamos a ganar bien porque había extras, pero éstas son obligatorias, es decir, tienes que cumplir turnos extras o te bajan el sueldo. Si no cumples con esas horas los sábados y los domingos, te descuentan el pago de la semana. Supuestamente el contrato que firmé decía que es obligatorio, no lo sé”, recuerda el joven mayahablante.

Por ejemplo, cuenta que en una semana cumplía hasta con 10 horas extras y sólo le pagaban dos o tres. Tenía que estar todo el tiempo recordándole al ingeniero que le debían dinero, pero éste solía responder que acudiera al departamento de Recursos Humanos “para preguntar si le iban a pagar o no”.


“Estaba muy castigado, te condicionaban el pago de tu sueldo con esas horas que no siempre te pagaban. ¡Claro que le molestaba a la gente que luego de trabajar de lunes a domingo te pagaran incompleto”, cuenta.

El Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur) le adjudicó la obra de manera directa a ICA por un contrato que supera los 27 mil millones de pesos, bajo el argumento de que desde 1992 tiene la concesión de la carretera –en donde se colocarán las vías del Tren- y ésta termina en el año 2052. Sacarlo del proyecto para dárselo a otra empresa era más complicado, justificó Fonatur.


A pesar de la millonaria inversión en ese tramo, el joven asegura que la megaobra únicamente genera empleos mal pagados y que de nada sirve tener un trabajo en el que te traten como esclavo.


“Gastaba como 150 pesos a la semana para que me llevaran en moto; y pues ahí en la obra tenía que comprar la comida y me gastaba otros 500. Sólo me quedaba como con mil pesos a la semana y la verdad, no valía la pena”, cuenta.


A eso se suma otro problema, del que poco se habla: desde que inició la construcción, todo se encareció. Los precios de productos básicos como el huevo y la carne incluso llegaron a duplicarse.


Se prohíbe el paso de volquetes 


En la entrada de la comisaría maya de Tesoco, Valladolid, un pequeño letrero en español advierte que está prohibida la entrada a los volquetes que se utilizan en la megaobra del Tren Maya. Los pobladores tomaron esta decisión porque no quieren que ocurra una tragedia y porque estaban hartos de las groserías, los escándalos y el acoso de los choferes.


Desde 2020 y conforme avanzaban los trabajos de construcción, los volqueteros originarios de otros estados del país -como San Luis Potosí, Tabasco, Guanajuato y Tlaxcala- llegaron a esta comunidad en busca de casas para rentar, por su cercanía con la obra del Tramo 4.

Los primeros obreros en instalarse dejaban sus volquetes afuera de las viviendas que alquilaban. Eran apenas tres vehículos pesados, pero con el paso del tiempo el pueblo se llenó de éstos, como si fuera un estacionamiento público: En frente de la iglesia, a un costado de la escuela, en los alrededores del parque y hasta obstaculizaban la calle principal.

El comisario municipal de Tesoco, Rodolfo Batún Hau, llegó a contar hasta 60 volquetes, lo que generó preocupación entre los habitantes, ya que los choferes conducían a exceso de velocidad en las angostas y tranquilas calles del pueblo. Crecía el temor de que atropellaran a un niño o a la gente que se mueve en bicicleta.


Explicó que aumentó drásticamente la llegada de estos camiones de volteo a Tesoco luego de que fueron expulsados de la cabecera de Valladolid por provocar un fatal accidente: Un chofer atropelló a una pareja que transitaba en motocicleta en la colonia San Francisco y una mujer de 21 años falleció de manera instantánea. El culpable huyó y nadie se hizo responsable.

“Y entonces vinieron aquí porque encontraron casas a 2 mil 500 o 3 mil pesos, además de que la gente del pueblo vende comida y lava la ropa. Aquí la gente es muy tranquila, pacífica y todos son bienvenidos, pero los volqueteros dejaron de respetarnos”, sostuvo.

Cuando los pobladores de la comisaría salían rumbo a su trabajo en bicicleta o en triciclo a las 6 de la mañana, prácticamente tenían que aventarse al monte a un lado del camino para evitar ser arrollados, ya que los choferes de los volquetes no bajaban la velocidad y no detenían el paso cuando se aproximaban.


Además de que conducían imprudentemente, empezaron a generar conflictos en la comisaría, ya que bebían alcohol en la vía pública todas las noches, protagonizaban escándalos y pleitos, orinaban en la calle frente a todos, algunos consumían drogas y acosaban a las mujeres.


“El pueblo empezó a quejarse, me exigía que hiciera algo, que les llamara la atención. Fue entonces que tuve una primera reunión con los volqueteros para advertirles que el pueblo estaba molesto, pero no obedecieron, nos mandaron a la chingada y siguieron portándose mal. No pensaron que fuera cierto que los sacaríamos de aquí”, señaló.


Para tratar de llegar a un acuerdo, Rodolfo organizó una asamblea a la que asistieron los habitantes de Tesoco, los volqueteros y sus dirigentes sindicales de la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México (CATEM), así como representantes de la empresa ICA. La oferta para “calmar al pueblo” fue pagarle al comisariado 300 pesos de renta mensuales por cada volquete, pero la gente no aceptó.


En el encuentro, una pobladora manifestó su preocupación de que los camiones atropellaran a sus hijos cuando salieran de la escuela al reactivarse las clases presenciales, pero un volquetero la interrumpió abruptamente para fanfarronear que las unidades estaban aseguradas y que podían pagarle hasta 200 mil pesos de indemnización a la familia afectada. “Se resuelve con dinero y el muertito se queda 3 metros bajo tierra y no pasa nada”, exclamó.

“No había terminado de decir esas palabras y el pueblo se levantó. Lo tuvimos que meter preso día y medio en el calabozo de la comisaría. Estaba asustado, pidió perdón por lo que dijo y pagó su multa de 3 mil pesos, pero esa noche el pueblo tomó la decisión de expulsar a los volquetes. Nos dimos cuenta de que no se puede negociar con esa gente que vino de afuera, nos cantaron que pueden matar y pagar. Por eso los sacamos, cuando el pueblo maya se levanta, siempre gana”, exclamó.

Ya pasaron más de dos años desde que se fueron los camiones de volteo y la tranquilidad regresó a Tesoco. Mientras contaba lo sucedido, el comisario supervisaba en el parque principal los preparativos del “mega bailazo” de la agrupación tropical Cleyver y la Nueva Imagen, que esa noche ofrecería un anhelado concierto tras casi dos años de restricción por la pandemia.


“Muy pocas personas de aquí trabajan en el Tren Maya, porque no nos beneficia en nada, sólo nos trae problemas y pagan poco”, aseveró Rodolfo Batún, al tiempo de que revelaba que el policía municipal del pueblo, Ismael Ciua Ucán, trabajó en esa obra y nunca le pagaron su aguinaldo.


El uniformado cuenta que aguantó siete meses trabajando como ayudante de topógrafo y su labor consistía en abrir brechas en el monte con coas y motosierras. Por quejarse con los jefes de las pésimas condiciones laborales, lo corrieron y no lo liquidaron conforme a derecho. Ahora se dedica a vigilar el orden en el pueblo de mil 872 habitantes y evitar que los volqueteros regresen a perturbar la paz.

El miedo al colapso


A la salida de la comunidad de X-Cohuó (Valladolid) rumbo a la comisaría de Chechmil (Chemax), ICA construyó un pequeño túnel por donde la población podrá pasar libremente cuando el tramo 4 del Tren Maya estuviera listo. El problema es que ese punto se inundaba con cada lluvia, afectando el paso de los jóvenes que acuden a la secundaria a pie o en bicicleta.


Los pobladores relataron que un maestro de la escuela se “atoró” cuando intentó cruzar por ahí, ya que el agua alcanzó medio metro de altura y dañó la cadena de su motocicleta.


Los habitantes de X-Cohuó indicaron que este problema surgió cuando los trabajos del Tren llegaron a la altura del pueblo. Todos están expuestos a mojarse y no salir con facilidad para ir a estudiar a Chechmil o a realizar diligencias a Valladolid.


Ante el enojo del pueblo, el comisario municipal acudió a dialogar con el ingeniero responsable de la obra, quien al día siguiente del incidente con el profesor llevó una pipa para absorber el agua y prometió que nivelarían la zona para evitar que se vuelva a anegar.


“No ha vuelto a llover, esperamos que no vuelva a pasar, porque de lo contrario nos volveremos a levantar. No vamos a permitir una construcción así, ellos se irán cuando terminen la obra y nosotros nos quedaremos aquí, con estas afectaciones”, declaró uno de los vecinos.


En las noticias, los pobladores se enteraron de que la empresa responsable de la construcción del trazo 4 del Tren Maya es la misma que estuvo involucrada en el escándalo del tramo elevado de la línea 12 del Metro de la Ciudad de México que se vino abajo en mayo de 2021. Temen que debido a la premura de levantar la megaobra y que con el paso de los años, ese túnel también se venga abajo y provoque decesos como ocurrió en la capital del país.

“Los vagones pesan en toneladas, igual y la construcción los aguante ahora, ¿pero qué va a pasar años más adelante? Hemos escuchado que colapsen trenes en otras parte del mundo y no queremos que suceda lo mismo en X-Cohuó”, declaró otro poblador.


Los habitantes de esa comisaría coinciden en que el Gobierno federal no les dio la información necesaria sobre este proyecto y tampoco les preguntó si estaban de acuerdo de que se construya y pase por arriba.


Tampoco saben si el megaproyecto les traerá beneficios económicos, ya que todo apunta a que los favorecidos serán los empresarios turísticos y hoteleros. Lo único con lo que se han encontrado es con un túnel que se inunda, calles destrozadas o llenas de baches por el tránsito de volquetes y empleos mal pagados.


Parecíamos esclavos


Durante siete meses, Francisco* se despertó casi todos los días a las 4 de la madrugada para ir a trabajar como ayudante de topógrafo en la construcción del Tren Maya. Durante ese tiempo sufrió humillaciones por parte de sus superiores y muchas veces se quedaba sin comer debido a las desgastantes jornadas de 12 horas.


“Éramos como sus esclavos”, cuenta el joven de 21 años originario del municipio de Valladolid, quien consiguió ese empleo al día siguiente de entregar sus documentos a una compañía subcontratada por ICA para realizar las mediciones de los nuevos carriles que se construyen en la autopista Mérida-Cancún.


Acababa de terminar sus estudios de Profesional Técnico Bachiller y ante la falta de oportunidades laborales en Valladolid decidió ingresar al megaproyecto ferroviario. Al principio estaba emocionado porque había escuchado en las noticias sobre las “bondades” que traería a la región sureste.


A las 5 de la madrugada tenía que estar en el campamento de ICA ubicado en el barrio de San Juan, para que los ingenieros trasladaran a los obreros al tramo de la carretera que está a la altura de Chemax.


Su trabajo consistía en ayudar a los topógrafos a trazar niveles en la vía. Para hacerlo, tenía que buscar maderas en el monte para cortarlas con coas y elaborar estacas o trompos. Con esos instrumentos medían el terraplén, la base, la sub-base y el asfalto que las maquinarias colocaban para la carretera.


Junto con otros dos compañeros hacían hasta 220 trompos al día, dependiendo de los tramos que les correspondían. A veces en una jornada tenían que hacer mediciones de 500 metros de extensión porque sentían la presión de las máquinas finisher que estaban detrás de ellos construyendo pavimento.


Se trataba de un trabajo arduo al campo libre, en donde las altas temperaturas lo dejaban sin respirar, aunado a la presión de tener que realizarlo con rapidez y las frecuentes ofensas por parte de los jefes.


Constantemente padecía insolación debido a los largos periodos de exposición. Se mareaba, presentaba calambres y al terminar la jornada no soportaba el dolor de cabeza.

“Sólo podíamos descansar a la hora de la comida, pero muchas veces no teníamos tiempo para comer o no alcanzábamos alimento. Entonces no había descanso, teníamos que sacar el trabajo lo más rápido que se pueda”, cuenta Francisco.

Cuando los coordinadores de su área no estaban satisfechos con la velocidad con la que trabajan, los castigaban dejándolos en medio de la carretera, lejos de las comunidades, mientras ellos se iban en camioneta a almorzar al pueblo. Los dejaban sin comer a propósito.


“La mayoría de veces lo hacían, llevaban a sus amigos ingenieros a comer y a nosotros los ayudantes nos dejaban ahí muriéndonos de hambre. Ese no es el trato que deben de recibir las personas, a todos les tienen que proporcionar alimento, sobre todo porque nuestro trabajo era muy pesado y teníamos que tener algo en el estómago durante 12 horas”, recuerda.


La única esperanza era que las pobladoras de las comunidades rurales que se dedican a la venta de comida pudieran llegar hasta el lejano tramo en donde Francisco y sus compañeros realizaban las mediciones. En muchas ocasiones las raciones de comida se terminaban entre los obreros que laboraban en las estructuras más cercanas y ellos, si bien les iba, alcanzaban sólo cacahuates.


La hidratación era otro flagelo. Francisco y el resto de ayudantes se quedaban sin agua rápidamente, lo que dificultaba su labor por la fatiga y las náuseas. Aunque la empresa colocaba tinacos con agua cada 300 metros, los obreros preferían no consumirla porque se llenaba de sarro por la falta de mantenimiento y limpieza.


A las 7 de la noche terminaba de trabajar. De regreso a su casa en Valladolid lo primero que hacía era cenar, luego un baño rápido y a descansar. Literalmente sólo dormía cuatro horas al día porque tenía que madrugar para otra jornada de explotación.


Francisco explica que muchos de los que tienen puestos superiores en la megaobra eran originarios de otras entidades del país y quizás por eso hacían de menos a los albañiles y a los ayudantes que vienen de las comunidades mayas, pues no existía el sentido de pertenencia. Era común que trataran de manera déspota a los trabajadores indígenas.


Desgraciadamente muchos de los obreros provenían de comisarías muy pobres que tenían que soportar las humillaciones y la explotación porque se quedaron sin empleo en la pandemia. No tenían ingresos fijos y es muy difícil conseguir trabajo en esa zona oriente de Yucatán.

“Juegan con la necesidad de la gente, se aprovechan de su situación y los humillan. Les dan un trato indigno, por eso con el paso del tiempo muchos se empezaron a quitar de la obra, porque eso parecía esclavitud”, dice el extrabajador.

El colmo fue que los obligaron a trabajar todos los días de diciembre y con horas extras a cambio de que pudieran pagarles los días de asueto de navidad y año nuevo. A ICA se le acababa el tiempo y no le importaba reventar a sus obreros.


Francisco ganaba 4 mil 200 pesos a la quincena a costa de su salud. Se cansó de las insolaciones extremas, de las infecciones estomacales, la gastritis y los horarios extensos de trabajo, por eso decidió renunciar.  Ahora espera que el tren, ya concluido, sí traiga beneficios a la gente de Valladolid.

“Que le den trabajo a los artesanos, que se generen empleos, de verdad esperemos que se concrete y que de verdad deje dinero”.

No todos ven beneficios


Juan y Ramiro* se enojaron con la construcción del Tren Maya porque les cerró un pequeño camino de terracería que conecta a su pueblo, Tahmuy, con el municipio de Temozón, en donde acuden a sus citas médicas o cuando tienen alguna emergencia de salud.


En esa pequeña comunidad de mil 248 habitantes no hay doctores, por lo que su opción más cercana y accesible en costos para los servicios sanitarios se ubica en esa mencionada localidad, a 21 kilómetros, es decir, a 25 minutos en vehículo.


Un día se dieron cuenta de que los trabajos de construcción del Tramo 4 taparían un camino angosto que, desde hace años, pasa por debajo del puente a Tesoco y es aledaña a la supercarretera Mérida-Cancún. Es su atajo para llegar a Temozón y evitar “una vuelta de una hora” en el periférico de Valladolid.


“Ahora la autopista no sólo será para los vehículos que vienen de Quintana Roo, si no también para el Tren, entonces pondrán muros de contención que no nos permitirán el paso”, explica Ramiro, molesto.


De acuerdo con la versión pública del Análisis Costo Beneficiodel megaproyecto, el trazo posibilita usar el derecho de vía ya liberado de la autopista 180D, y a su vez implica la utilización del cuerpo derecho de ésta (con dirección a Cancún) para el paso del ferrocarril.


Dicho cuerpo se está reponiendo con la ampliación del lado izquierdo de la autopista (con dirección a Mérida) y con dicha modificación continuaría siendo de cuatro carriles, dos por sentido. Esto provocará que no haya faja separadora central, más bien los sentidos se dividirán con barreras tipo New Jersey.


“Cuando hay una emergencia de salud salimos por eso camino blanco para la autopista, yendo como para la comisaría de Tepakán y de ahí buscamos el entronque para Temozón. Por culpa del Tren nos taparán el camino, vamos a tener que rodear y lo que hacíamos en 20 minutos de viaje aproximadamente, lo tendremos que hacer en una hora”, explicó Juan.


Los dos pobladores se dedican a la albañilería, pero nunca fueron a pedir trabajo en el tramo que se edifica en el oriente de Yucatán, pues no se pueden dar el lujo de laborar una semana sin sueldo.

“Los de ICA abrieron una oficina en (la cabecera de) Valladolid y mi hermano fue hasta ahí para pedir trabajo. Entregó papeles y hasta dio una cuota de 50 pesos, pero nunca le hablaron. Mucha gente se inscribió y no a todos contrataron. ¿Te imaginas cuánto dinero hicieron con las cuotas? Eso fue un robo”, se quejó Juan.

Aunque su hermano y otros amigos intentaron convencerlo para solicitar empleo para la obra del Tren Maya, todos en el pueblo le recordaron que la empresa los obligaba a “trabajar gratis” una semana. No saben si se trata de una prueba para constatar si aguantarán las jornadas extremas, o simplemente a los “patrones” no les importa la situación de pobreza en la que viven, la cual no les permite esperar 15 días para cobrar por primera vez.


Por tal razón, la opción de sobrevivencia para la gran mayoría de los habitantes de Tahmuy y de otros pueblos de la zona oriente de Yucatán es migrar a la Riviera Maya de Quintana Roo para trabajar de lo que sea.


“El problema con los muros de contención es que no sabemos cómo o dónde vamos a pedirle parada a los autobuses que van para Cancún. Antes sólo teníamos que pararnos a un lado de la carretera a esperar y ahora creo vamos a tener que viajar hasta la cabecera y vamos a gastar más en transporte”, señaló Juan.


*A petición de algunos entrevistados, sus nombres fueron cambiados para evitar represalias. 


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