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Colapso. Capitalismo terminal,transición ecosocial, ecofascismo.

Publicado en Camino al Andar

18 de diciembre de 2022

Por Carlos Taibo

Son muchas las ocasiones en las que, en actos públicos, me he referido al riesgo de un colapso general del sistema que padecemos. El argumento, por fuerza, tenía que suscitar controversias y con el paso del tiempo he ido acumulando experiencias, de todo tipo, relativas a la discusión correspondiente. Por momentos me ha parecido que era urgente hincarle el diente al concepto de colapso, y a sus aledaños, toda vez que bien podía ocurrir que, pese a emplear muchas gentes la misma palabra, estuviesen pensando a la postre en realidades distintas. Si así se quiere, este libro es un ejercicio de clarificación, para mí mismo, de la disputa sobre las muchas aristas que el concepto en cuestión presenta. Al respecto se ordena en siete capítulos. El primero se interesa por el mentado concepto de colapso, estudia los problemas que arrastra y sopesa algunas de las enseñanzas que se derivan de colapsos registrados en el pasado. El segundo considera las presumibles causas de un colapso sistémico global, con particular atención dispensada al cambio climático y al agotamiento de las materias primas energéticas. El tercero, de carácter inequívocamente especulativo, analiza las posibles consecuencias del colapso. El cuarto y el quinto se acercan a dos posibles respuestas ante éste: la propia de los movimientos por la transición ecosocial y la vinculada con lo que ha dado en llamarse ecofascismo. Mientras el sexto vuelca la atención sobre las percepciones populares en torno al colapso, el séptimo, y último, procura extraer algunas conclusiones de carácter general. Me gustaría dejar claro desde el principio que en modo alguno estoy en condiciones de afirmar que en una u otra fecha se va a verificar un hundimiento general del sistema que tenemos delante de los ojos. La tesis que, de forma desapasionada, defiendo en esta obra es más cautelosa y se limita a adelantar que ese hundimiento, habida cuenta de los ya numerosos datos que obran en nuestro poder, es probable. Desde esa atalaya el libro que el lector tiene en sus manos, que no incorpora ninguna certeza absoluta, incluye una modesta invitación a la reflexión y a la prudencia que queda bien resumida en la figura del pater familias diligens (padre de familia diligente) de la que echó mano Castoriadis. Me limitaré a recordar al respecto que ante un escenario tan delicado como el que plantea la crisis ecológica, nuestra respuesta no puede ser la que el filósofo atribuía a un padre –o a una madre– al que, tras serle comunicado que era muy posible que su hijo tuviese una grave enfermedad, en vez de colocar al vástago en manos de los mejores médicos, lo único que se le ocurrió fue razonar diciendo: “Bien, si es posible que mi hijo tenga una gravísima enfermedad, también es posible que no la tenga, con lo que parece moderadamente justificado que me quede cruzado de brazos”. Frente a ello, el padre de familia consciente se dice a sí mismo: “Ya que los problemas son enormes, e incluso en el caso de que las probabilidades de que se manifiesten sean escasas, procedo con la mayor prudencia, y no como si nada estuviese sucediendo”.


Que este texto sea prudente no significa en modo alguno que desee ocultar la magnitud de los retos. El primero de ellos es, cómo no, esa combinación en la que se dan cita el cambio climático, el agotamiento de las materias primas energéticas, los problemas demográficos y una crisis social y financiera de hondura difícilmente rebajable. El segundo lo aportan unos datos que reflejan un progresivo, y rápido, deterioro de la situación. Agregaré, en suma, que hay motivos suficientes para concluir que es probable que, al amparo de lo que parece ser una genuina huida hacia adelante, lleguemos tarde si nuestro propósito, lógico, es evitar el colapso. El escenario mental y político que hemos heredado es muy delicado, y obliga a realizar sacrificios, en la forma de respuestas urgentes y contundentes, en un momento en el que las restricciones son, de suyo, muchas. Si William Ophuls recuerda al respecto que Gibbon atribuyó la decadencia de Roma a lo que describió como una “grandeza inmoderada”, esto es, un exceso de orgullo y presunción, Elizabeth Kolbert ha tenido a bien subrayar que la historia revela que la vida exhibe una formidable capacidad de adaptación, sí, pero que esa capacidad no es infinita . Las extinciones masivas, apostilla Kolbert, castigan ante todo a los más débiles, pero no dejan indemnes a los más fuertes. Parece, en cualquier caso, que nos adentramos en una terra incognita marcada por ineludibles reducciones en la población y en la producción industrial.


En alguno de mis trabajos anteriores me he interesado ya por categorizar eso que ha dado en llamarse antropoceno. Para Paul Crutzen, una vez concluido el holoceno, que se inició hace 11.500 años , en la década de 1780 –cuando Watt perfeccionó la máquina de vapor– se abrió camino una nueva etapa en la historia del planeta6 . Al amparo de esta nueva etapa, el antropoceno, el hombre quedó convertido en una genuina fuerza geológica que ha venido a alterar el clima y ha permitido que no sólo seamos grandes depredadores sino, también, grandes dilapidadores de recursos . Como quiera que el ser humano se halla inmerso en una genuina tiranía con respecto a la naturaleza –cuántas veces no se habrá hablado de la conquista de esta última–, ya no tiene sentido concebirlo como una mera parte integrante del mundo natural. El homo colossus, depredador y consumidor de recursos escasos no renovables, de apetito ilimitado y proyecto insostenible, parece empeñado en acabar con un planeta cuya condición explica que el ser humano exista como tal. Y en ese esfuerzo macabro no hay ningún espacio –regiones, montañas, océanos, polos– que esté llamado a escapar a nuestras agresiones. Aunque hay quien piensa que el antropoceno es una etapa que demuestra, de manera afortunada, la supremacía y la capacidad de control e invención de la especie humana, como si una y otra no acarreasen ningún riesgo, en este texto me veo obligado a seguir un camino de interpretación muy diferente que invoca, por encima de todo, las muy delicadas consecuencias de nuestra conducta.


Una de ellas es el despliegue de cambios extremadamente rápidos, para los que, con toda evidencia, estamos mal preparados, tanto más cuanto que parece demostrable nuestra incapacidad para ir más allá del corto plazo. Estamos asumiendo, en este orden de cosas, riesgos que no aceptaríamos en la vida cotidiana. Lynas menciona el testimonio de un experto que, allá por el año 2007, y de la mano de un pronóstico que hoy nos parece muy optimista, concluyó que había un 7 por ciento de posibilidades de que dejásemos atrás los dos grados de subida de la temperatura media en el planeta. Está servida la conclusión, sin embargo, de que nadie subiría a un barco que tiene un 7 por ciento de posibilidades de naufragar. Hamilton, por su parte, recuerda que, según una estimación, si las emisiones de CO2 de los países pobres alcanzan su máximo en 2030 y a partir de ese momento se reducen un 3 por ciento anual, en tanto las de los países ricos alcanzaron su clímax en 2015 y pasaron a reducirse, también, un 3 por ciento anual a partir de esa fecha, sólo tendremos un 50 por ciento de posibilidades de esquivar que la temperatura media del planeta se eleve inquietantemente por encima de los cuatro grados centígrados.


Por decirlo de otra manera, estamos inmersos en una espiral infernal. “Nuestra civilización industrial se halla obligada a acelerar, a hacerse cada vez más compleja, y a consumir cada vez más energía”, afirman Servigne y Stevens. No olvidemos que cada año consumimos combustibles fósiles equivalentes a lo que la naturaleza ha tardado en forjar un millón de años. En virtud de una excelsa paradoja, lo que comúnmente se entiende por progreso acarrea un formidable ejercicio de destrucción del medio natural. No parece al respecto que sea de mucho consuelo, por lo demás, el argumento que subraya que hoy, por fortuna, disponemos de un conocimiento de lo ocurrido en el pasado que nos permite extraer conclusiones firmes. Me temo que ese conocimiento a duras penas influye en las decisiones de los gobernantes y, en los hechos, tampoco marca mayormente nuestras percepciones cotidianas. El resultado no es otro que un formidable ejercicio de imprevisión. Ya he recogido en otro lugar una reflexión sugerente de Stephen Emmott. Imaginemos –nos dice Emmott– que la comunidad científica llegase a la conclusión, incuestionable, de que en un día preciso del año 2072 un asteroide chocará con la Tierra y provocará la desaparición del 70 por ciento de la vida presente en ésta. Parecería inevitable que, ante un riesgo como ése, los gobiernos, los científicos, las universidades, las fuerzas armadas y las empresas pusiesen manos a la tarea, con la mayor urgencia, de buscar una fórmula que permitiese evitar la colisión o, al menos, mitigar sus efectos. Pues bien: lo que tenemos ahora delante de los ojos en mucho recuerda al ejemplo del asteroide, con dos diferencias interesantes. Mientras, por un lado, no podemos poner fecha precisa a la catástrofe, por el otro esta última es producto, llamativamente, de la acción de la especie humana.


Permítaseme que repita que hay muchos motivos para aseverar que, con sociedades traumatizadas y traumatizantes, nos aprestamos a llegar tarde. Nuestros gobernantes, con alguna rara excepción, no están dispuestos a reconocer el riesgo del colapso o, lo que es lo mismo, no toman en serio la delicada combinación de elementos a la que ya me he referido. Su posición principal queda simbólicamente retratada de la mano de un par de frases que han hecho suyas muchas de las personas que dirigen Estados Unidos (EEUU). Si la primera afirma que el estilo de vida norteamericano es irrenunciable, la segunda subraya que lo que es bueno para General Motors es bueno para el país. Es lógico, en estas condiciones, que sopesemos con escepticismo la liviandad de las respuestas que llegan de los circuitos oficiales, en los que una abstrusa mezcla de intereses asentados y cortoplacismo se traduce en un constante aplazamiento de la discusión o, peor aún, en la adopción de medidas meramente cosméticas. Infelizmente, sin embargo, y tal y como lo señala Homer-Dixon, la economía planetaria no tiene un plan B. Parece como si esquivásemos una y otra vez lo que ha tenido a bien recordarnos Herman Daly: la economía es un subsistema de la biosfera, y no un sistema independiente. Tal y como ya lo he sugerido, y por añadidura, lo más probable es que debamos acometer cambios radicales en condiciones muy delicadas, como son las marcadas por el agotamiento –nuestra conciencia de los límites es nula– de todas las materias primas energéticas que nos han permitido llegar hasta aquí.


En dos trabajos anteriores –En defensa del decrecimiento. Sobre capitalismo, crisis y barbarie (2009) y ¿Por qué el decrecimiento? Un ensayo sobre la antesala del colapso (2014)– me he interesado ya por algunas de las materias que me atraen en este libro. Vuelvo ahora sobre ellas con una franca vocación pedagógica, y en la creencia de que entre nosotros no hay –o al menos yo no lo conozco– ningún texto que aborde, con este perfil y estas dimensiones, la discusión del colapso. A diferencia de lo que sucede en esta obra, lo normal es que el colapso sea encarado, por lo demás, desde el prisma de disciplinas académicas específicas, como es el caso de la arqueología, de la economía o de la ecología. A menudo el interés suscitado se manifiesta, por otra parte, a través de textos de carácter práctico orientados a explicar –no es en modo alguno mi intención acometer semejante tarea– qué es lo que debemos hacer para prepararnos ante el colapso o para sobrevivir a él.


Verdad es que contamos con un espléndido volumen, el segundo de los dos que llevan por título En la espiral de la energía, del que son autores el fallecido Ramón Fernández Durán y Luis González Reyes. Ese trabajo recoge de manera brillante una abrumadora y bien tratada información al respecto del colapso. Resulta, sin embargo, y a mi entender, una obra en exceso compleja que, en su perfil actual, es difícil que llegue a las muchas personas que deben sentir interés por esta discusión y por sus ramificaciones. En nuestro panorama editorial, y en la propia Red –en la que disponemos, eso sí, de la rica información volcada en un grupo de facebook titulado “Colapso” y de páginas web muy interesantes como la que alimenta Antonio Turiel–, ni siquiera han menudeado, por lo demás, las traducciones de textos foráneos que mitiguen nuestra sed de conocimiento. Por cierto que el grueso de la bibliografía sobre el colapso tiene, como se verá, su origen en Estados Unidos, hecho que por sí solo merecería una reflexión. Pareciera como si esa abstrusa combinación de problemas sociales, despilfarro –el norteamericano medio consume tres veces más energía que el europeo medio – y supeditación de la política a los negocios configurase el escenario más adecuado para pensar en un futuro muy delicado. Quienes más saben sobre el colapso son, en cualquier caso, quienes ya lo han padecido en sus carnes. Y es que explicar qué es el colapso a un niño nacido en la franja de Gaza se antoja harto difícil.


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