Publicado en La Tempestad
18 de octubre de 2024
Luis Felipe Ortega, ‘Larga noche en el presente’ (2016). Cortesía de Le Laboratoire
A diez años de la desaparición forzada de los 43 normalistas, la antropóloga Mariana Mora repasa su impacto en las artes visuales
La resistencia hoy consiste en reconectar lo más posible con nuestra condición de viviente… [Es] una brújula ética, porque su norte (o, más bien, su sur) no tiene imagen, ni gestos, ni palabras. Cuando la vida se encuentra amenazada, cuando el río siente los efectos de esas fuerzas destructivas en su vitalidad, inmediatamente inventa su manera de seguir, bajo otra forma, transfigurándose, creando otro lugar.
Suely Rolnik y Marie Bardet, “Cómo hacernos un cuerpo” (2018)
Ningún tono de una consigna política me impacta tanto como el del contingente de estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa. Lo escuché por primera vez hace diez años, durante las marchas masivas que exigían la aparición con vida de los 43 normalistas y justicia por los tres asesinados la noche del 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero. Su tono grave atrae sin ofrecer consolación, satura el ambiente, sofoca a tal grado que uno se tiene que alejar para tomar un respiro, aunque al poco tiempo esa misma necesidad se revierte, te llama de vuelta a caminar a su lado y dejarse afectar por el contingente.
En general las consignas políticas cortan el aire con un tempo marcado, las frases se entrelazan por medio de breves pausas, son martillazos de exclamaciones que perforan el espacio auditivo: “¡Ayotzi vive y vive! ¡La lucha sigue y sigue!”. Pero la entonación que usan los normalistas fusiona las palabras y, con ellas, las frases que elaboran. La consigna se vuelve casi incomprensible, por eso no conmueve el contenido sino esa entonación grave. Es lamento, es indignación, es exigencia, es dolor, es un duelo suspendido en la incertidumbre que busca de manera insistente tocar tierra. Tanto se extiende la entonación en la garganta que cuando entra en contacto con el aire emerge unida a su propio eco, rebota dentro del mismo enunciado, provoca una resonancia que trastoca el entorno y con ello a los que nos encontramos a su alrededor.
El pasado 26 de septiembre, durante la marcha del décimo aniversario de la desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, me quedé pensando que esas resonancias auditivas son una invitación a redimensionar lo político. La activación sonora, tanto en las calles como en las expresiones artísticas, juega un papel fundamental, pero poco explorado, de cara a las atrocidades que hemos presenciado en México, incluyendo la desaparición forzada de los estudiantes. Ocupa un lugar distinto a la producción visual más conocida, que desde un inicio acompaña a las movilizaciones contra la impunidad.
La producción visual ha sido inmensa. Empezó como una respuesta espontánea los primeros días que salimos a las calles. A los dos meses de la desaparición, artistas y estudiantes de las escuelas del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y del Centro Nacional de las Artes (Cenart), agrupadxs en la Asamblea de la Comunidad Artística, tomaron de manera simbólica la explanada y el recinto de Bellas Artes en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Expusieron carteles, dibujos, pintura y montaron artes escénicas como parte de una indignación colectiva frente a los hechos en Iguala. Unas semanas después surgió la iniciativa Carteles por Ayotzinapa, lanzada por Francisco Toledo y coordinada desde el Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca (IAGO). De los 700 artistas que participaron de todo el mundo se seleccionaron algunos para una exposición itinerante. Por su lado, y con tal de revertir la dispersión de tanta obra visual, Valeria Gallo y Mauricio Gómez Morín crearon un espacio virtual con el nombre #IlustradoresConAyotzinapa e hicieron un llamado a que artistas compartieran sus imágenes. El resultado fue el libro Te buscaré hasta encontrarte (2021), coordinado por los promotores junto con la editora Andrea Fuentes; reúne más de 300 dibujos de los rostros de los estudiantes desaparecidos y asesinados.
Interiores del libro Te buscaré hasta encontrarte (2021).
Cortesía de la Universidad Autónoma Metropolitana
Respecto al conjunto de imágenes vinculadas a las movilizaciones políticas en el caso Ayotzinapa, la geógrafa crítica estadunidense Melissa W. Wright retoma el concepto contratopografía, de la también geógrafa Cindi Katz, para dar cuenta del tipo de alianzas que estas representaciones visuales son capaces de generar como parte de una política cultural que enlaza geografías y trasciende identidades específicas. En ese sentido, la saturación de imágenes de las víctimas ha sido una herramienta fundamental que insiste en la verdad, la memoria y la justicia de cara a las violencias extremas que azotan el país.
Dentro de este universo se encuentra Nivel de confianza (2015), de Rafael Lozano-Hemmer. Se presentó por primera vez en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México a seis meses de la desaparición de los normalistas. Justo antes de la entrada al recinto, en el punto en que se podría ubicar un puesto de revisión, se colocó una pantalla con los rostros de los 43. Me acerqué sin saber de qué se trataba y noté que la pantalla estaba conectada a una cámara. En ese momento escaneó mi rostro. El aparato de reconocimiento facial me provocó una desconfianza espontánea. De pronto el algoritmo completó su tarea, la pantalla eliminó el conjunto de retratos de los normalistas para proyectar sólo uno. Me encontré frente al rostro de Carlos Lorenzo Hernández Muñoz, el Frijolito, hijo de Maximino Hernández y Beatriz Muñoz, originario de la Costa Chica de Guerrero. En esta ocasión los algoritmos de vigilancia biométrica, diseñados para detectar a posibles criminales o delincuentes, buscaron similitudes físicas entre individuos; provocaron un espejo entre dos rostros, el del espectador y el del desaparecido, Carlos Lorenzo. La obra coloca en una posición incómoda: obliga a mirar de frente e invita a que asome la empatía.
La empatía, identificación mental y emocional de un sujeto con el estado de ánimo de otro, según define la RAE, implica ser capaz de ponerse en el lugar del otro. Si antes de mi interacción con Nivel de confianza ya me identificaba con el gesto de Carlos Lorenzo, el resultado del algoritmo me aproximó aún más a su vida y me detuve en repetidas ocasiones a estudiar su rostro, sobre todo la expresión de los grandes ojos negros que las cejas tupidas logran resaltar. En la foto tiene una mirada penetrante que no juzga sino que se abre ante lo desconocido. El espejo empático me llevó a contemplar su imagen en el vacío.
Rafael Lozano-Hemmer, Nivel de confianza (2015).
Cortesía del Museo Universitario Arte Contemporáneo
Al poco tiempo me integré al equipo multidisciplinario que llevó a cabo una investigación para las familias y sus abogados, que culminó en el informe Yo sólo quería que amaneciera (2017), coordinado por Ximena Antillón. Entrevisté a familiares de los 43, incluyendo al padre de Carlos Lorenzo. Maximino enfatizó que a su hijo le gustaba estudiar y trabajar en el campo, que era incapaz de lastimar a nadie. Su sueño era ser maestro de primaria en las comunidades más alejadas de Guerrero. La insistencia de Maximino en el carácter de su hijo era una afirmación contra las estigmatizaciones; a los normalistas se les etiqueta como actores políticos incómodos, revoltosos, rebeldes y delincuentes. Carlos Martín Beristain, del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), equipo que acompañó entre 2015 a 2023 la investigación sobre los hechos en Iguala, señala en su último informe que estos estereotipos jugaron un papel relevante en hacer permisibles los actos de barbarie, y que son parte de la maquinaria que sostiene la impunidad hasta el día de hoy.
El arte político retoma y reproduce narrativas explícitas, ilustra la injusticia y apela a la memoria; desactiva los discursos que desprestigian a los normalistas y que los culpa por su propia tragedia. La empatía corta la distancia, se aproxima al otro. Posibilita la creación de las contratopografías sobre las que escribe Wright. Sin embargo, la empatía tiene sus límites porque activa la capacidad de vincular sujetos por medio del lenguaje y la representación. Ponerse en el lugar del otro presupone la presencia de individuos distintos, que se pueden llegar a comprender según la voluntad de los involucrados y las circunstancias que potencian u obstaculizan ese contacto. Por ello mismo la posibilidad de un vínculo entre personas pasa por un proceso cognitivo.
La empatía es tan sólo una esfera de lo político. La psicoanalista y filósofa brasileña Suely Rolnik detalla un ejercicio distinto, que describe como transverberación. Desmenuza el concepto de la siguiente manera:
El “trans-” remite a transversalidad […] y por supuesto a trans-cendencia, cuando esa no es lo más allá del mundo, sino su inmanencia misma. También es una especie de “reverberación” pero de “espíritu” con “espíritu”, de lo viviente con lo viviente, y no una comunicación entre identidades o sistemas morales. Es una especie de resonancia intensiva, o resonancia entre afectos. En este caso el conocimiento no es el de la cognición, sino el del saber-del-cuerpo, de lo viviente, del saber-eco-eto-lógico.
Me desagrada la palabra transverberación, no se acomoda en la lengua, se enreda y, cuando por fin logra escapar, lo hace con torpeza. Prefiero la palabra resonancia, su sonido es ligero y poroso; su contenido alude a sonancias poéticas, vibraciones, lo que retumba y repercute. Pasa por el cuerpo entero, no se concentra en la mente. Empatía y resonancia operan en planos distintos de lo político y, aunque se entrelazan, activan esferas de acción diferentes. Mientras que la empatía pasa por una narrativa, por el lenguaje, y se activa entre individuos, la resonancia atraviesa a seres vivientes, establece conexiones a través de ondas vibrantes, trasciende al sujeto porque apela a pulsos vitales y, por lo mismo, constituye subjetividades. La resonancia es el eco en las marchas que vibra con un ligero retardo en la entonación, afirma sin tener que enunciar la existencia política de los normalistas, incluyendo a los ausentes.
2 Contrabajos (Quique Rangel y Mike Sandoval) durante la activación de Larga noche en el presente, de Luis Felipe Ortega, en junio de 2023. Cortesía de Le Laboratoire
Durante los meses que dediqué al informe Yo sólo quería que amaneciera mi pareja escuchó conmigo las grabaciones de las entrevistas. Las madres y los padres de los 43 se referían a la desaparición forzada como una caída libre, un dolor vertiginoso en un pozo sin fondo. Describían la desaparición de sus hijos como una cadena expansiva. En una de las entrevistas una familiar originaria del pueblo me’phaa (tlapaneco) explicó que en su idioma materno no existe un concepto que refiera la desaparición; buscó cómo describirlo a partir del na’kho nijmi’, un dolor profundo que llega al corazón, y de la palabra riga mbaa a khan, que tradujo al español como dolor que no tiene fin ni límites, porque
El problema que estamos viviendo es enorme… Es algo que satura, es demasiado. Significa que esa magnitud no te deja vivir tranquilo, ir a tu trabajo, no puedes estar tranquilo porque estás pensando en el problema, dejas de comer, dejas de tener una relación normal con la familia porque ya no quieres, ya no es la misma relación. Estás pensando siempre en la persona que no está contigo, entonces eso rompe y cambia todo.
Si bien la labor de la disciplina antropológica registra descripciones verbales que permiten delimitar los contornos de la desaparición y sus ramificaciones, se enfrenta con el desafío de apelar al cuerpo y evocar la ausencia sin acudir al lenguaje. En situaciones extremas la representación queda corta, es incapaz de interpelar al otro porque el horror y el dolor son simple y sencillamente inenarrables, rebasan la esfera de lo comprensible y, por ende, de lo cognitivo. Pero si no logramos rodear los efectos de la desaparición con lazos colectivos cada acto de barbarie se reduce a un asunto que compete sólo a los individuos directamente impactados. El dolor se privatiza y deja de ser una urgencia social a atender.
Ante tal disyuntiva Luis Felipe Ortega mandó a hacer 43 bastidores, cada uno de las dimensiones que se suelen usar para un retrato. Sobre los lienzos dibujó en rojo diseños geométricos, que poco a poco cubrió con trazos de grafito. El resultado fue Larga noche en el presente (2016). A primera vista la saturación del grafito vuelve el retrato inaccesible, no hay nada que ver, desvanece cualquier foco de atención. Quizás es justo esa experiencia de observar sin ver nada la que aproxima el cuerpo a la ausencia. Los espectadores que se detienen en los dibujos, sin embargo, encuentran pequeñas ranuras en el entramado cerrado de grises opacos. Esos brotes de iluminación provocan un brillo efímero, prometen una apertura, una pista, la posibilidad de ver algo. En cuanto el espectador gira ligeramente el cuerpo la forma se esfuma.
El proyecto 2 Contrabajos, conformado por Quique Rangel y Mike Sandoval, interactuó con los 43 retratos de Larga noche en el presente por medio de una activación sonora en la galería Le Laboratoire en junio de 2023. La ubicación de los dibujos, al final de unos escalones que dan forma a un pequeño anfiteatro, generó la sensación equívoca de estar frente a un altar. La posición elevada de la pared nos obligó a levantar la mirada, con el mismo gesto corporal con el que se recuerda a alguien, y sin embargo la obra no era un acto de memoria, porque no desplaza al pasado a los 43. La indeterminación es parte del efecto de la desaparición forzada; por definición la persona ausente permanece en un limbo que no es ni la posibilidad de vida ni la certeza de la muerte.
La activación sonora inició a partir de la repetición de notas graves, una secuencia solemne que, explicaría Sandoval, proviene de experiencias tangibles en las que el dolor y la pérdida se expresan en el ámbito social: las procesiones fúnebres. El segundo contrabajista se fue desplazando en el espacio hasta encontrarse frente al primero. Por medio del movimiento corporal las notas se desprendieron de lo conocido. Empezó a golpear con una fuerza pausada la mano contra el contrabajo, y de vez en cuando el pie contra la duela. La percusión cortó el espacio, lo transformó en una caja acústica. Las ondas sonoras nos atravesaron, impidieron que fuéramos simples espectadores, nos hicieron cómplices de ese llamado a que los desaparecidos dejaran de serlo.
La producción artística se suma a las acciones en la calle. El vínculo no sólo se establece a partir de las obras visuales o del lenguaje, sino también en los planos políticos que activa la entonación de los estudiantes de Ayotzinapa. Ya son tres generaciones de normalistas las que han marchado sobre la avenida Reforma de la Ciudad de México, el día 26 de cada mes, junto a los familiares de los 43. La repetición de la exigencia política satura el ambiente con ondas expansivas que afectan el desplazamiento de nuestros cuerpos. Por medio de reverberaciones vivientes la entonación es capaz de transfigurar los tiempos de las ausencias forzadas y los duelos suspendidos.
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