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Los búhos de papá

Publicado en La Jornada

Por Carmen Villoro

8 de diciembre de 2013


Mi padre colecciona búhos desde que yo era niña. De metal, de vidrio o barro; de tela, de cartón, de conchitas de mar, de pequeños mosaicos, de chaquira. Los hay nobles y emblemáticos, singulares y artísticos, sólidos y muy frágiles, comunes y corrientes.


Representan una cultura, un viaje o un episodio íntimo en su vida. Habitan sus libreros, cuidan sus colecciones. Un hermoso búho prehispánico se posa donde inicia la historia de México. Un clásico búho griego anuncia con un cierto ademán a Platón y sus diálogos con otros. Un búho abstracto, sólo identificable por sus dos grandes ojos, custodia los libros de Miró y de Picasso entre otros muchos que muestran que el siglo XX supo divertirse. Desde que yo era niña los oigo susurrar en la penumbra. Cuando la casa duerme, discuten sus ideas, cuentan anécdotas o dan la bienvenida al nuevo miembro que acaba de llegar desde un país lejano. Ha sido emocionante oír cómo argumentan el búho académico que viste de birrete y toga, el hippie que lleva el cuerpo bordado con cuentas de colores y esa búho feminista que sobre el barro negro ostenta abiertas flores amarillas y protege entre sus tesoros Mujer que sabe latín, de Rosario Castellanos. He escuchado el silencio de ese búho hindú que, apartado de todos, parece contemplar las hojas verdes atrás de la ventana. Hay un búho bohemio hecho con el corcho de un vino de Bordeaux y otro de cristal cortado que defiende con elegancia la diversidad sexual y el matrimonio gay. Búhos que hablan alemán frente a los tomos de Kant y Husserl, y otros que responden en lengua tojolabal cubriendo con sus alas de tela sencilla un libro de Lenkersdorf. Las discusiones son acaloradas pero siempre plurales.


Ahora que papá tiene noventa y un años siguen llegando búhos a su casa. No son regalos, ni souvenirs de viaje, ni adquisiciones que haga él: ya no sale casi de la casa. Los búhos llegan solos y como no caben sobre los libreros, se posan en la tele, en el buró o en el respaldo alto de una silla. Mis hermanos y yo los vemos siempre, dondequiera que estamos: se posan en las hojas de nuestros escritos, se acomodan triunfantes en nuestras cabeceras, vigilan nuestros sueños. Los búhos de mi padre están atentos al mundo y su destino, se preocupan por la otredad y buscan con sus ojos abiertos la justicia.


Papá los siente y sabe que sus búhos tienen intacta la memoria; sus pechos jóvenes respiran todo el aire que necesita el alma para ser audaz; sus ideas son claras y pulidas como piedras de río o perlas azules del Mediterráneo. Sabe mi padre que las alas de cobre o de obsidiana de sus pequeños búhos, les permiten llegar a todos lados: no necesitan bajar las escaleras para abrir el buzón, ni subirse a un incómodo automóvil para ir a la UNAM, ni abordar un infernal camión para viajar a Chiapas, ni un imposible avión para acceder a Barcelona una vez más. Sus búhos lo acompañan en estas tardes quietas venciendo al tiempo con su sabiduría y su gracia. Yo los oigo ulular en mi cocina y sé que mis hijos, y aún mis nietos que no han nacido, algún día, en una calle que no caminaré, o en la intimidad de una probable casa, escucharán con familiaridad y asombro su vital aleteo.



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