Publicado en El Cotidiano
26 de junio de 2011
Por Luis Hernández Navarro

El Cotidiano, núm. 167, mayo-junio, 2011, pp. 119-124
Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Azcapotzalco
Distrito Federal, México
Era 1996. Recién había terminado la mesa sobre derechos y cultura indígena de los Diálogos de San Andrés, cuando los zapatistas elaboraron la lista de sus asesores para los trabajos sobre democracia y justicia. En ella incluyeron a Ricardo Robles. Él no aceptó. Su argumento fue que ése no era su tema y que había personas mejor preparadas que él para tratar ese asunto. El comandante Tacho insistió: “Don Ricardo, necesitamos que vengas, por favor. Tu trato es lo diferente”.
Ronco –como le decían sus amigos por su tono de voz– accedió. El argumento del comandante le pareció definitivo y de un nivel distinto a sus objeciones. Esas palabras lo acompañaron el resto de sus días. Nunca las olvidó. Eran ciertas: el trato que él daba a la gente, especialmente a los indígenas, lo diferenciaban de otros ministros de culto, intelectuales y académicos.
Ricardo Robles fue, desde muy temprana edad, un mestizo convertido en indio, un traductor
intercomunitario en un mundo excluyente, un cura católico evangelizado por los rarámuri-pagótuame, un religioso con muchos amigos ateos.
Ronco nació en 1937, en el seno de una familia católica afectada por la Revolución, enfrentada al cacicazgo de Gonzalo Santos. Fue el quinto hijo de 15 hermanos. Su padre se dedicó al comercio desde muy joven, y su madre fue maestra normalista. Estudió primaria en una escuela religiosa en la que aprendió muy poco, tomó clases particulares con una maestra durante un año y asistió a la secundaria con los maristas. A pesar de las reticencias de su papá, que habría preferido que se pusiera a trabajar, marchó a Monterrey a estudiar la preparatoria. Ricardo sentía que iba creciendo como un inútil y que necesitaba salirse de su familia y su ciudad para ser alguien, para ser él mismo.
En Monterrey, cuando irónicamente había ido dejando de lado las cuestiones religiosas, decidió dedicarse al sacerdocio. Lo hizo a partir de una reflexión muy extraña sobre el sentido de la vida propiciada, en parte, por la lectura de Muerte sin fin, de José Gorostiza. “Yo me planteo en un momento dado –contó Ronco– ¿qué quiero llevarme como cosecha el día que se acabe esta vida? Entonces dije que quería dedicarme a esto y ser cura. ¿Por qué lo veía así? No sé”.
A los 19 años entró a la Compañía de Jesús. A la hora de pensar dónde iba a incorporarse concluyó que allí había un espacio para ser él mismo. “Los dos jesuitas que había en Monterrey en la prepa –narró– eran muy diferentes entre sí, a pesar de pertenecer a la misma orden. Me dije: aquí hay espacio para ser tú mismo”.
En los sesenta decidió ir a Tarahumara, en parte tras la añoranza de un mundo más verdadero. Una cosa era muy clara para él: sus raíces no estaban en una tradición europea, sino en lo prehispánico mexicano. Eso facilita que fuera a la sierra con los ojos abiertos a esa realidad.
Durante 15 años, Ricardo Robles vivió en la comunidad de Pawichiki. Se sentía enormemente privilegiado por haber tenido esa oportunidad. ¿Quién demonios puede tener la experiencia de 15 años así en una cultura bastante conservada y diferente?, se preguntaba. Y se respondía: Nadie, a no ser, quizá, los primeritos que llegaron.
Viviendo con los rarámuri, filtrado por su cultura, tuvo un choque interno fuerte. Comenzó entonces a reflexionar sobre cómo la fe no puede ser una serie de verdades abstractas muy bien formuladas, sino un modo de vida. Terminó creyendo en que “eso que los indígenas llaman Dios –no lo que se dice en Occidente– es una especie de ser viviente que genera vida, es un motor de la armonía comunitaria y social, de referente para poder vivir los valores. ¿Se parece al Dios aristotélico? No lo sé, pero se me hace inútil ponerme a pensar en eso”.
El acompañante
Al hacer el balance de su relación con el movimiento indígena, Ricardo Robles acostumbraba decir: “lo que he hecho en el movimiento indígena es acompañar a la gente, echarle porras. Nunca he tenido ninguna actitud de asumirme como dirigente ni intelectual orgánico. Yo acompaño.”
Fiel a esta convicción, objetó el término de asesor cuando fue invitado por los zapatistas a acompañar su proceso en San Andrés, y les propuso ser un simple acompañante, “porque las soluciones, si va a haberlas, vienen de ellos y no de nosotros. No buscaban quién les diera recetas, les dijera cómo y por dónde sino quién los apoyara en su proceso de defender su pensamiento”.
La experiencia lo hizo sentirse de golpe diez años más joven y llenarse de fuerzas. Significó
recuperar una vida con sentido, en un mundo en el que se perdían los signos de esperanza y utopía.
Representó la entrada al mundo indígena más amplio. “Eso que he vivido con los indígenas ¡cómo meda vida!” –decía. Cuando en los últimos días de noviembre de 1996 los zapatistas recibieron la iniciativa de la Comisión de Concordia y Pacificación (Cocopa) para legislar sobre derechos y cultura indígenas, convocaron a un pequeño grupo de asesores para que dieran su opinión sobre la propuesta. Les pidieron encontrarse a la mañana siguiente para recoger los distintos puntos de vista de quienes los habían acompañado durante los últimos catorce meses. Era de noche y en San Cristóbal de las Casas, Chiapas, el frío húmedo calaba
hondo.
A la reunión de análisis del documento asistieron varios comandantes, el subcomandante Marcos, dirigentes indígenas, académicos y un cura. Todos los asesores hicieron la tarea. Ordenadamente, cada uno fue analizando los pros, contras y asegunes del documento de los legisladores. Cuando llegó el turno de Ricardo Robles, él habló brevemente, dejando de lado la comparación entre el texto propuesto por el ezln y el presentado por la Cocopa.

“Es claro”, dijo, “el paso liberador para los pueblos indígenas que la aprobación de este texto constitucional supone para el futuro de una lucha mayor que ya sabíamos no estaría ganada ahora. No soñábamos siquiera un paso así cuando hace año y dos meses iniciamos el acompañamiento al aporte zapatista. Nuestro agradecimiento hoy, de nuevo a ustedes, comandantes, por su generosa entrega a todos los pueblos. El paso que se va dando es de fondo”.
La intervención de Ronco –como lo llamaban sus amigos– podía parecer paradójica. Fue requerido para que evaluara una propuesta legislativa que sentaba las bases para una ambiciosa reforma constitucional y, en lugar de detenerse en cuestiones legales, él, uno de los más notables especialistas en derecho indígena, optó por hacerle sentir a los comandantes rebeldes que tomarían la decisión final sobre la iniciativa, que ellos estaban en el camino correcto. “Gracias por invitarnos a contemplar su luz –les dijo al terminar su presentación–, la de su pueblo, la de la humanidad, en este sorprendente amanecer zapatista”.
El contrasentido de su intervención fue, sin embargo, sólo aparente. Cuando se profundiza un poco en la visión del mundo y en el tipo de relación que Ricardo Robles construyó con los pueblos y comunidades indígenas a lo largo de más de cinco décadas de su vida, la paradoja deja de ser tal. Durante toda su vida, lo que él hizo con el movimiento indio fue acompañarlo y apoyar su palabra. Lo mismo hizo en esa ocasión.
Acostumbrado a colocarse con frecuencia en la frontera intelectual, su comportamiento estuvo, en parte, inspirado en el presupuesto 22 de Ignacio de Loyola para la realización de los ejercicios espirituales, en el que el fundador de la Compañía de Jesús señala la conveniencia de “presuponer que todo buen christiano ha de ser más prompto a salvar la proposición del próximo, que a condenarla ; y si no la puede salvar, inquira cómo la entiende, y, si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios
convenientes para que, bien entendiéndola, se salve”.
La escritura
Ricardo Robles escribió ampliamente sobre la cuestión indígena. Su obra está dispersa en multitud de ponencias, capítulos de libros y artículos en revistas y periódicos como La Jornada. Entre otros muchos escritos destaca el titulado “Los rarámuri-Pagótuame”, capítulo del libro El rostro indio de Dios, editado por Manuel Marzal.
Según contaba, comenzó a escribir a raíz de una conversación con el obispo José Llaguno, en la que le comentó “que no hemos visto en todos estos siglos cómo es que los rarámuris asumieron la figura de Jesucristo”.
–Tienes que escribir todas esas cosas –le respondió el jerarca.
–La gente –le respondió el cura– nunca va a leer. Es algo que se tiene que vivir. Entonces no escribiré.
–O escribes o te saco de allí –reviró el obispo.
“Así que me tuve que poner a escribir –decía Ronco jocoso–. En el fondo buscaba encontrar los por qué de las diferencias. Tenían un por qué. Allí duré quince años preguntando por qué. Era ir como encontrando al otro para entenderlo. Ese tratar de entendernos es lo que arma todos estos años una reflexión cada vez más escrita, cada vez más metodológica, más puntual. Terminé labrando una metodología flexible que iba a distinguir los hechos de la interpretación que yo tenía frente a lo sucedido. De suerte que ese estar acompañando a la gente se traduce en un trabajo reflexivo que tiene más de mil 200 páginas en letra pequeña de máquina, a renglón cerrado y casi sin márgenes. De ahí salen cosas luego”.
Su objetivo fue dar testimonio de lo ocurrido, visto, oído y nada más. Dotado de una gran capacidad para armar piezas del rompecabezas del pensamiento indígena que le puedan servir a otros, procuró comunicarlas.
Don Ricardo –como lo llamaban los zapatistas– fue uno de los más grandes conocedores de los pueblos indios de México y América Latina. Su conocimiento provino de hacerse, en los hechos, por la vía de la convivencia, parte de ellos. Fue, también, producto del caminar a su lado y escucharlos en todos los rincones del país, así como del estudio de su historia.
El contacto con los indígenas, sin sentirlo, lo fue introduciendo en el conocimiento de su mundo. Se trataba de un conocimiento no conceptual ni analítico, sino de los sentidos, que tiene como punto de partida el querer a la gente. Era un conocimiento más hondo que los saberes antropológicos o sociológicos tradicionales. Era un conocimiento adquirido sin posibilidad de ser formulado, ni de ser puesto en conceptos abstractos. Consistió en un saber expresado más como símbolos que como abstracción, ubicado en el terreno de la comunidad misma y no de las propuestas a la comunidad.
A pesar del amplio y profundo trabajo de sistematización que Robles hizo sobre la cosmovisión de los pueblos originarios, nunca pretendió definir o formular ese conocimiento. Le bastaba con saber que la vida tenía sentido viéndola como la ven ellos, mucho más que como la veía vivir en otros mundos. Esa vida con sentido le fue regalada un día. Ni la buscó, ni la trabajó, sino que un día, de repente, la tuvo.
Esta convivencia lo llevó a generar un pensamiento propio, le hizo comprender la vida de otra manera y le proporcionó una especie de filosofía asistemática. No le quedaba de otra: al tener que pensar por sí mismo las cosas e ir digiriéndolas, al discernir desde la experiencia del mundo indio lo que podía haber de coherencia en las cosmovisiones del mundo mexicano urbano, tuvo que desarrollar un pensamiento genuino.
Desde su experiencia de vida en las comunidades rarámuris, Ricardo Robles sostuvo que la verdad del mundo indio “no la vamos a encontrar con especulaciones teóricas, ni la vamos a llegar a formular nunca con formulaciones conceptuales. La verdad es mucho más honda que eso. La verdad va a estar normada, pautada, va a alcanzar a serlo o no si concuerda finalmente con las percepciones del mundo indígena vistas en un plano intercultural, en el cual vas matizando una cosa y otra. Finalmente, el criterio de verdad se encuentra en esas maneras mucho más frescas, originales, no formuladas, desde los mundos indígenas”.
Cuando le preguntaban qué hacer para conocer a los rarámuri, respondía: “la única manera de conocerlos es la cercana, prolongada y cotidiana amistad. Otros estudios sirven pero no bastan. Y desde la amistad queda muy claro que lo que necesitan –exigen– es respeto, que aceptemos su diferencia y no queramos dirigir su historia y su corazón. Los proyectos y su éxito sólo pueden ser suyos, no de nosotros. Nos toca secundar, compartir, apoyar, no decidir”.
Hay quien ha visto en el pensamiento de Robles el eco de la obra de Xavier Zubiri, el filósofo español que influyó en la Teología de la Liberación. Zubiri postuló la idea de que la realidad no es sinónimo de las cosas existentes sino que es lo presente en la percepción como siendo algo propio de lo dado, a lo que llamó “de suyo”. El concepto fundamental de parte de su filosofía es la realidad, entendida como lo real de suyo. En la aprehensión de la realidad –afirma– ésta se capta como real. Esta “aprehensión primordial de la realidad” es efectuada por una inteligencia sintiente, en la que se une lo intelectivo a lo sensorial. Sin embargo, Ronco no conoció la obra de Zubiri sino hasta muchos años después de formular la suya propia.
El movimiento indígena
Según el sacerdote jesuita, los pueblos indígenas están sujetos a una situación de expoliación, racismo, discriminación y nuevo colonialismo al que han resistido durante más de cinco siglos. Sobre los pueblos originarios se cierne hoy la misma guerra colonial de siempre. Para él, la discriminación se ha instituido como una política razonable, aceptada por las autoridades. Las denuncias y reclamos son ignorados y olvidados.
“Mientras más se derechizan los gobiernos –escribió–, aumenta el desdén por los asuntos de indios, como si ese fuera el trato normal, algo que así debe ser. Los indígenas van siendo para ellos vestigios del atraso desechable, no más”.
Subyace en quienes dieron por llamarse “gente de razón” –aseguró– un soterrado racismo conquistador. Porque no ven los valores de la propuesta indígena ni quieren verlos; no les dicen nada sus cosmovisiones milenarias ni quieren que les digan algo, no les resultan sensatos sus reclamos sobre el territorio, la naturaleza o sus derechos originarios, pero sí ven sensato negarlos porque así ven oportunidades de lucro al que prefieren llamar desarrollo, comercio o progreso.
Muchas veces –afirmó–, los proyectos decididos desde otra cultura y oficinas lejanas, terminan por imponerse contra la voluntad indígena comunitaria. Los casos de actas falsas y asambleas amañadas, cuando no de sobornos a indígenas con cargo agrario, han sido frecuentes. En los ejidos y comunidades agrarias del país se recuerdan esos casos en que fue burlada la comunidad con formalidades falsas que luego exhibieron documentos legales como respaldo a las imposiciones.
Quizá los gobiernos y sus agentes no pueden escuchar –sostuvo–, y menos responder, porque no pueden comprender que los indígenas sean y quieran ser diferentes. “Mientras los nuevos invasores hablan de explotar recursos, los indígenas hablan de cuidarlos. Los funcionarios ofrecen posibles beneficios económicos, los indios defienden sus tradiciones sagradas. Unos prometen un endeble futuro asalariado, los otros piensan su vida en libertad.
Y mientras los indígenas captan y valoran los mensajes con siglos de experiencia, los otros los tildan de retraso, de ignorancia, de testarudez, porque no pueden comprender la cosmovisión india”.
En el narcotráfico, Ricardo vio una nueva manifestación del viejo colonialismo. “Me lo hizo ver un rarámuri en una plática simple”, escribió. “Preguntó qué es lo novedoso que vemos en el narco, cuando es lo mismo de siempre desde hace cinco siglos. Es otra actividad en la que se presiona y obliga a trabajar a los indígenas, pero es lo mismo. Igual fueron las minas, dijo –palabras más, palabras menos–, igual hubo violencias y crímenes, igual hubo muertes, igual hubo enriquecidos y pobres y en todo nos dejaron la peor parte. Igual fue la invasión de nuestros territorios, igual el saqueo de nuestros bosques, igual va siendo el turismo que hasta nuestra agua se la queda, igual están regresando las mineras. Igual un día trajeron las siembras de mariguana y de amapola. Para nosotros es la misma cosa, así son los invasores, pero a la mejor para ustedes resulta novedad”.
Ronco desempeñó un papel muy relevante en la formación y acompañamiento del Congreso Nacional Indígena (cni) en 1996. Rechazó la idea de convertirlo en un aparato descentralizado, con líderes visibles. No obstante ser cura, se relacionó con los pueblos indios y su movimiento no desde su vínculo eclesiástico, sino desde el movimiento mismo.
“Advierto de entrada -decía- que no veo las cosas desde mi estructura eclesial. No pretendo hacer diagnóstico institucional. Creo que la teología india es un ensayo de diálogo con la autoridad eclesiástica para irnos acercando y entendiendo, irnos respetando cada vez más mutuamente. Pero, yo no lo veo desde ese ángulo: a mí me interesa cómo lo ven los pueblos indios. Sin duda hay mucha gente que está viendo estas realidades. En ello están compañeros que conozco y otros que ni conozco y ahí andan. Pero, lo voy a decir muy toscamente, no ha sido mi pasión meterme en ello, aunque quizá estoy más metido de lo que creo. No es que no me interese que haya esa concordia pero –voy a decir una barbaridad– entre acompañarle el proceso a las instituciones o acompañar en el proceso a los indígenas prefiero acompañar a los indígenas”.
Para él, el cni es una panorámica del mundo indígena, en el que podía encontrarse desde gente lúcida hasta gente torpe, desde traidores hasta gente fidelísima. Desde su óptica, “hay de todo en ese proceso. El cni ha tenido errores, ¿quién no los tiene sobre este universo? Nadie. Lo que importa no son esos errores que arrastran la gente o los pueblos indígenas, generalmente más como inercias del pasado. Errores, defectos, vicios: eso no es lo importante, sino qué tanto están construyendo el mundo plural, incluyente, dialogante. Hasta qué punto están recuperando ese mundo que asesinamos todos”.
Pero, Ricardo estaba convencido de que lo importante no son los defectos de nadie. Eso es lo irremediable. Lo importante es qué se lleva, a qué se le apunta, qué tanto se coopera al bien de todos. Eso –aseguraba– “está muy en la cosmovisión indígena. Lo que importa es para dónde vas. Con el cni es lo mismo. Lo que importa es qué rumbo ha agarrado, cuáles son sus mejores pasos. Y no me cabe la menor duda que sus aciertos le bastan para tener derecho de existir”.
Desde su punto de vista, el cni ha jugado un papel de espacio, sin dirigencias, lo que es muy importante. Un espacio abierto a la pluralidad. Para él “el movimiento indígena necesita crear consensos. Ser capaz de generar una convocatoria para unir cuando toca. No reuniones semanales, no declaraciones de prensa en las crisis. Su cosa es ponerse en ese espacio, y ese espacio lo ha sido cada vez que se ha ofrecido, con bastante dignidad”.
Diálogo intercultural
Ricardo Robles consideró que el diálogo intercultural es indispensable para el México de hoy; pero, para que se produzca, no bastan las razones, los discursos, los planteamientos ni las sistematizaciones. Éste –según su experiencia– se da en hechos de vida, no en conceptos ni en razonamientos. Desde su perspectiva ni los gobiernos, ni las iglesias, ni las universidades pueden entender esto.
Desde su visión del mundo, el diálogo intercultural se da en el momento en que el otro –de cualquier lado– se siente sacudido, cuestionado, desnudado por la otra parte. En el instante en que dice: ¿qué es esto?, ¿por qué me ofende?, ¿por qué dice esto de mí si yo no soy así? Ese momento en que el otro es sacudido por la otra parte es lo que hace al diálogo. Sin esos enfrentamientos, el diálogo es inexistente. Las razones y las explicaciones vienen después, una vez que se produce un entendimiento posterior, cuando el otro encuentra que se le está diciendo algo que su contraparte ve muy claro.
Ricardo decía que explicarle a alguien que no ha tenido contacto directo con los pueblos, qué es entrar en otra cultura, es “como explicarles a unos canadienses a qué sabe una chirimoya, lo cual es inútil”. Para él, es la vida la que te hace entender lo otro y al otro; es desde ella que se llega a la necesidad del diálogo verbal. El diálogo intercultural es un proceso que consiste en creerle al que está hablando, no creer lo que dice porque lo que dice es incomprensible, sino creerle al otro y desentrañar lo que está detrás de lo que dice.
Ronco encontró que no puede haber diálogo intercultural si no se cree en el otro. Desde su experiencia, la clave para entrar en otra cultura, la única manera de hacerlo con eficacia, consiste en ver con simpatía las diferencias, a partir de la amistad, sincera y larga. Esta aproximación por el afecto es un verdadero conocimiento al que usualmente no se le da importancia. El conocimiento por los sentidos y la sensibilidad, la expresión del sentimiento por medio de símbolos, es clave para que el diálogo sea tal.
Cuando hay esa amistad se puede dialogar, aunque no se comparta una experiencia similar, porque se cree en la otra persona. Para que el diálogo se produzca es necesario que ambas partes estén interesadas en entenderse, no en hablar del tema. En él, las palabras que azoran por su calidad humana, por su rigurosa cortesía, por su oportunidad precisa y por su incesante franqueza directa, sólo sirven para clarificar los hechos sucedidos.
La ética de la autenticidad
Cariñoso, expresaba su afecto diciendo a sus amigos más queridos “pedazo de bestia” o “pedazo de animal”, mientras se llevaba la palma de la mano a la coronilla. Continuamente reía y hacía bromas. Fumaba Faritos y disfrutaba comer y beber tequila blanco.
A pesar de las dificultades por las que atraviesa el mundo indígena, Ricardo Robles postuló que si algo nos puede dar esperanza hoy son los pueblos indios soñando en ese mundo que ellos viven, desde la Sierra Madre del norte hasta el sureste, y que nos ofrecen como proyecto de futuro. Nunca los supuso perfectos, pero vio en ellos una oferta milenaria para “ser humanos”. Esa fue parte de su utopía.
Convencido de que el siglo xxi será de los pueblos indígenas, encontró sentido en la concepción de la vida rarámuri, en un mundo en el que el sentido ya se perdió. Al hacerlo generó un pensamiento propio. Hombre genuino, su vida estuvo guiada por la ética de la autenticidad.
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